Master Sexologia Lugo

Master Sexologia Online

INSTITUTO SUPERIOR DE ESTUDIOS SEXOLÓGICOS I.S.E.S.

Secció 1ª del Registre de Barcelona. Nº d'Inscripció : 37932 ©

Coordina Xavier Conesa. Psicòleg - Sexòleg Col. nº 4.977 BARCELONA

Formación en Sexologia (Master Online):

www.sexologia.ppcc.cat

Formación on line de Sexologia. Formación Complementaria para estudiantes de Psicologia o Psicólogos (o estudios afines) para el ejercicio de la Sexologia.

Reconocimientos Institucionales: Departament de Salut de la Genetalitat de Catalunya

info: conesa@gmail.com

Tel. 93 570 71 54 / 653 811 887

PROGRAMACION ON-LINE:

MASTER EN SEXOLOGIA on line

Para estudiantes de Psicología, Medicina i estudios afines, Licenciados o Diplomados. Estudiantes en general.

-Màximos Reconeixementos Institucionales-

INSTITUTO SUPERIOR DE ESTUDIOS SEXOLÓGICOS I.S.E.S.

Reconocimientos:

Generalitat de Catalunya

(Registre 9002S/4545/2009)

Ministerio de Sanitadad como Formación Continuada (Contenidos)

(Exp. 99-068-08/0002-A)

Información y Preinscripción:

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Precio: 500 €

- Se aceptan pagos fraccionados a lo largo de lo que dure el Máster. A título orientativo la duración mínima es de 3 meses y la máxima de 9 meses.

El primer pago coincidiendo con el inicio del Máster será de un mínimo de 200 € -

Forma de pago:

Ingreso Bancario

Cta. Cte.: Banco de Sabadell: ES96 0081 0096 8100 0110 9411

Nº BIC: BSABESBBXXX

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Xavier Conesa Lapena . DNI 37681799W Sant Fost

INICIO: Al no ser presencial, matriculaciones permanentes.

METODOLOGIA: Envio de Bibliografia básica. Le indicaremos los dos libros básicos que debe comprar sobre Terapia Sexual. Control del aprendizaje y asmilación de contenidos a través de 15/20 trabajos propuestos.

Envio por mail de los temas desarrollados por escrito. Presentacion de un trabajo final de tematica y extensión acordada entre el alumno y el ISES.

DURACION: Indeterminada (al ser on line). A título orientativo, entre 3y 9 meses aprox.

TITULACION: Tal como se espacifica anteriormente: "Master en Sexologia del Instituto Superior de Estudios Sexológicos (ISES), con el Reconocimiento del Departament de Salut de la Generalitat de Catalunya. Además, la Institución ISES cuenta con los reconocimientos y colaboraciones de:

- Ministerio de Sanidad y Consumo Actividad Acreditada por la Comisión de Formación Continuada - Generalitat de Catalunya.Departament de SalutReconeixement d' Interès Sanitari per l'Institut d'Estudis de la Salut - Colegi Oficial de PsicòlegsActividad Reconocida de Interès Tcnico - Profesional por el COPCV - Universitat de Barcelona Conveni de col.laboració a través del Pràcticum - Universitat de Girona Crèdits de Lliure Elecció -Universitat Ramon LLull Conveni de col.laboració a través del Pràcticum - Universitat Oberta de Catalunya Conveni de col.laboració a través del Pràcticum

CONTENIDOS:

  1. 1. Disfunciones Sexuales Masculinas. La Falta de Erección.
  2. 2. Disfunciones Sexuales Femeninas. La Falta de Deseo sexual.
  3. 3. Estudio del Vaginismo
  4. 4. La Complejidad Sexual. Las Parafilias
  5. 5. Generalización de los Transtornos Sexuales
  6. 6. Estudio del Orgasmo y sus Disfunciones
  7. 7. Evaluación de las Disfunciones Sexuales en General
  8. 8. El Diagnostico en Sexualidad
  9. 9. Disfunciones Sexuales Masculinas. La Eyaculación Precoz
  10. 10. La Entrevista Psico-Sexual
  11. 11. El Encuadre Terapeutico .La actitud del Terapeuta
  12. 12. Farmacologia y Sexologia
  13. 13. Sesión de Devolución. Entrevista clarificadora
  14. 14. Trabajo Final de libre elecció

Formación y Titulación Propia del Instituto Superior de Estudios Sexológicos I.S.E.S

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c /Santa Anna, 28 Barcelona

Precio: 500 €.

(Se aceptan pagos fraccionados a lo largo del Master)

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PREGUNTAS Y RESPUESTAS

Cuanto dura el Master?

Entre 5 y 6 meses

Como lo debo pagar?

200€ al empezar, 200€ a la mitad de la formación y 100€ al final

Se puede ejercer la Sexologia al finalizar?

No existe la Facultad de Sexologia, como si existe la de Medicina, Psicologia, Biologia, etc..

Los Sexólogos han realizado formaciones diversificadas para completar sus estudios, ya sean en el ámbito privado o público. Y esta formación es una de ellas.

Que reconocimientos tiene?

Lo encontrará en esta web y también clicando aquí. Especialmente dispone en el año 2009 el Reconocimiento de Interés Sanitario de la Generalitat de Catalunya. ISES como entidad, dispone de mas reconocimientos.

Que estudios previos se requieren?

Sencillamente, ser Universitario o haber finalizado la formación.

Los libros los envian Vds.?

En el primer mail que le enviemos recibirá un listado de libros. Los dos obligatorios los puede conseguir on line sin ningún problema, si no están disponibles en su población.

Habrá clases presenciales?

No, toda la formación se realiza a distancia.

Habrá exámenes?

No, tiene que realizar 14 trabajos que tiene que ser debidamente aceptados. Los enviará por mail a: conesa@gmail.com. Al dar por valido su trabajo, le enviamos el siguiente.

Como puedo pagarlo?

Generalmente desde España se paga por ingresos bancarios y desde América a través de Western Union. Se pueden concretar otras formulas. En esta web encontrará los detalles.

Si me demoro en la entrega de trabajos habrá algún problema?. Si tardo en total un año, por ejemplo?

No, al ser online puede dilatar el tiempo de entrega sin problemas. Interrumpir unos meses y después continuar

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INTRODUCCIÓN. Las mujeres de hoy están a punto de destronar el mito de la feminidad; empiezan a afirmar concretamente su independencia; pero no sin grandes esfuerzos consiguen vivir íntegramente su condición de seres humanos. Educadas por mujeres en el seno de un mundo femenino, su 108 108 destino normal es el matrimonio, que las subordina todavía prácticamente al hombre; el prestigio viril está muy lejos de haberse borrado: todavía descansa sobre sólidas bases económicas y sociales. Por consiguiente, es necesario estudiar cuidadosamente el destino tradicional de la mujer. Cómo hace la mujer el aprendizaje de su condición, cómo la experimenta, en qué universo se encuentra encerrada, qué evasiones le están permitidas: he ahí lo que intentaré describir.

Solamente entonces podremos comprender cuáles son los problemas que se les plantean a las mujeres, que, herederas de un duro pasado, se esfuerzan por forjar un nuevo porvenir. Cuando empleo las palabras «mujer» o «femenino» no me refiero, evidentemente, a ningún arquetipo, a ninguna esencia inmutable; detrás de la mayoría de mis afirmaciones es preciso sobreentender «en el estado actual de la educación y las costumbres». No se trata aquí de enunciar verdades eternas, sino de describir el fondo común sobre el cual se alza toda existencia femenina singular {245}. CAPITULO PRIMERO. INFANCIA. No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino. Únicamente la mediación de otro puede constituir a un individuo como un Otro. En tanto que existe para sí, el niño podría concebirse como sexualmente diferenciado. Entre las chicas y los chicos, el cuerpo es al principio la irradiación de una subjetividad, el instrumento que efectúa la comprensión del mundo: a través de los ojos, de las manos, y no de las partes sexuales, ellos aprehenden el Universo. El drama del nacimiento, el del destete, se desarrollan de la misma manera para los bebés de ambos sexos; tienen los mismos intereses y los mismos goces; la succión es en primer lugar la fuente de sus sensaciones más agradables; luego pasan por una fase anal en la que extraen sus mayores satisfacciones de las funciones excretorias que les son comunes; su desarrollo genital es análogo; exploran su cuerpo con la misma curiosidad y la misma indiferencia; del clítoris y del pene extraen un mismo placer incierto; en la medida en que ya se objetiva su sensibilidad, esta se vuelve hacia la madre: es la carne femenina, suave, lisa y elástica, la que suscita deseos sexuales, y esos deseos son prensiles; tanto la niña como el niño abrazan a la madre, la palpan, la acarician, de una manera agresiva; sienten los mismos celos si nace un nuevo niño, y los manifiestan {247} por los mismos procedimientos: cóleras, enfurruñamientos, trastornos urinarios; recurren a las mismas coqueterías para captarse el amor de los adultos. Hasta los doce años, la niña es tan robusta como sus hermanos y manifiesta la misma capacidad intelectual; no existe ninguna esfera en donde le esté prohibido rivalizar con ellos. Si, mucho antes de la pubertad, y a veces incluso desde su más tierna infancia, se nos presenta ya como sexualmente especificada, no es porque misteriosos instintos la destinen inmediatamente a la pasividad, la coquetería y la maternidad, sino porque la intervención de otro en la vida del niño es casi original y porque, desde sus primeros años, su vocación le ha sido imperiosamente insuflada. El mundo no está presente en principio ante el recién nacido sino bajo la figura de sensaciones inmanentes; todavía está anegado en el seno del Todo, como cuando moraba en las tinieblas de un vientre; lo mismo si le cría el pecho materno que si lo hace el biberón, el niño está cercado por el calor de una carne maternal. Poco a poco, aprende a percibir los objetos en tanto que distintos a él: se distingue de ellos; al mismo tiempo, de una manera más o menos brutal, es separado del cuerpo nutricio; a veces reacciona con una violenta crisis ante esa separación (1); en todo caso, alrededor del momento en que esta se consuma -hacia la edad de seis meses, poco más o menos-, es cuando empieza a manifestar por medio de la mímica, que en seguida se convierte en verdaderos alardes expresivos, el deseo de seducir a otros. Ciertamente, esta actitud no está definida por una elección reflexiva; pero no es necesario 109 109 pensar una situación para existirla.

De una manera inmediata, el bebé vive el drama original de todo existente, que es el drama de su relación con lo Otro. Donde el hombre experimenta su desamparo es en la angustia. Huyendo de su libertad, de su subjetividad, quisiera perderse en el seno del Todo: ahí está el origen de sus sueños {248} cósmicos panteístas, de su deseo de olvido, de sueño, de éxtasis, de muerte. Jamás consigue abolir su yo separado: al menos anhela alcanzar la solidez del en-sí, quedar petrificado en cosa; cuando queda fijado por la mirada de otro, es cuando aparece singularmente como un ser. Con esta perspectiva es como hay que interpretar la conducta del niño: bajo una forma carnal, descubre la finitud, la soledad y el desamparo en un mundo extraño, y trata de compensar esta catástrofe enajenando su existencia en una imagen cuyo valor y cuya realidad los fundará otro. Parece ser que es a partir del momento en que capta su reflejo en los espejos -momento que coincide con el del destete- cuando empieza a afirmar su identidad (2): su yo se confunde tan bien con ese reflejo, que no se forma sino enajenándose. Represente o no el espejo propiamente dicho un papel más o menos considerable, lo que sí es seguro es que el niño empieza hacia los seis meses a comprender la mímica de sus padres y a captarse bajo su mirada como un objeto. Ya es un sujeto autónomo que se trasciende hacia el mundo: pero únicamente bajo una figura enajenada es como se encontrará a si mismo. (1) Judith Gautier cuenta en sus recuerdos que lloró y se desmejoró tan lamentablemente cuando la separaron de su nodriza, que fue preciso reunirlas de nuevo. Y no la destetaron hasta mucho más tarde. (2) Esta teoría es propuesta por el doctor Lacan en los Complexes familiaux dans la formation de l'ndividu. Este hecho, de primordial importancia, explicaría que en el curso de su desarrollo «el yo conserva la figura ambigua del espectáculo». Cuando el niño crece, lucha de dos maneras contra el desamparo original. Trata de negar la separación: se acurruca entre los brazos de la madre, busca su calor vivo, reclama sus caricias. Procura justificarse por el sufragio de otro. Los adultos se le aparecen como dioses: tienen poder para conferirle el ser. Experimenta la magia. de la mirada que le metamorfosea, ora en un delicioso angelito, ora en un monstruo.

Estos dos modos de defensa no se excluyen: por el contrario, se completan y penetran mutuamente. Cuando la seducción tiene éxito, el sentimiento de justificación encuentra una confirmación carnal en los besos y caricias recibidos: el niño conoce una misma y dichosa pasividad en el regazo de la madre y bajo sus ojos benevolentes. Durante los tres o {249} cuatro primeros años, no hay diferencia entre la actitud de las niñas y la de los niños: todos ellos tratan de perpetuar el feliz estado que ha precedido al destete; tanto en estos como en aquellas, se observan conductas de seducción y ostentación: ellos desean agradar tanto como sus hermanas, provocar sonrisas, hacerse admirar. Es más satisfactorio negar el desgarramiento que superarlo, es más radical estar perdido en el corazón del Todo que hacerse petrificar por la conciencia de otro: la fusión carnal crea una enajenación más profunda que toda dimisión bajo la mirada de otro. La seducción, la ostentación, representan un estadio más completo, más fácil que el simple abandono en los brazos maternos. La magia de la mirada adulta es caprichosa; el niño finge ser invisible, sus padres entran en el juego, le buscan a tientas, ríen, y luego, bruscamente, declaran: «Nos aburres; no eres invisible.» Una frase del niño ha hecho gracia, y él la repite: esta vez los adultos se encogen de hombros. En ese mundo tan incierto e imprevisible como el universo de Kafka, se tropieza a cada paso (1). Por eso multitud de niños temen crecer; se desesperan si sus padres cesan de tomarlos sobre sus rodillas y admitirlos en su lecho: a través de la frustración física, experimentan cada vez más cruelmente el desamparo del cual el ser humano solo con angustia adquiere conciencia. 110 110 (1) En L'orange bleue, dice Yassu Gauclére a propósito de su padre: «Su buen humor me parecía tan temible como sus impaciencias, porque nada me explicaba lo que podía motivarlo... Tan insegura respecto a los movimientos de su humor como lo hubiera estado respecto a los caprichos de un dios, le reverenciaba con inquietud... Lanzaba mis palabras como si jugase a cara o cruz, preguntándome cómo serían acogidas.» Y, más adelante, cuenta la siguiente anécdota: «Un día, después de sufrir una reprimenda, empecé a desgranar mi letanía: vieja mesa, cepillo de parquet, horno, barreño, botella de leche, cazo, sartén, etc.; mi madre me oyó y se echó a reír... Unos días más tarde, intenté utilizar mi letanía para ablandar a mi madre, que de nuevo me había reprendido, pero en esta ocasión me salió mal. En vez de divertirla, lo único que logré fue redoblar su severidad y atraerme un castigo complementario.

Me dije entonces que la conducta de las personas mayores era decididamente incomprensible.» Aquí es donde las niñas van en principio a aparecer como {250} privilegiadas. Un segundo destete, menos brutal, más lento que el primero, sustrae el cuerpo de la madre a los abrazos del hijo; pero es sobre todo a los varones a quienes se les niegan, poco a poco, besos y caricias; en cuanto a la niña, continúan mimándola, se le permite vivir pegada a las faldas de su madre, el padre la toma sobre sus rodillas y le acaricia los cabellos; la visten con ropas suaves como besos, son indulgentes con sus lágrimas y sus caprichos, la peinan con esmero, divierten sus gestos y coqueterías; contra la angustia de la soledad la protegen contactos carnales y miradas complacientes. Al niño, en cambio, se le va a prohibir incluso la coquetería, sus maniobras de seducción; sus comedias irritan. «Un hombre no debe pedir que le besen... Un hombre no se mira en los espejos... Un hombre no llora», le dicen. Quieren que sea un «hombrecito»; solo emancipándose de los adultos obtendrá su sufragio. Agradará cuando no parezca que trate de agradar. Muchos niños, asustados de la dura independencia a que se les condena, desean ser niñas; en la época en que al principio se les vestía como a ellas, a menudo dejaban con lágrimas el vestido por el pantalón y con lágrimas veían cómo les cortaban los rizos. Algunos buscaban obstinadamente la feminidad, lo cual es uno de los modos de orientarse hacia la homosexualidad: «Deseaba apasionadamente ser niña y llevaba la inconsciencia de lo grande que es ser hombre hasta pretender orinar sentado», cuenta Maurice Sachs (1). Sin embargo, si el niño parece en principio menos favorecido que sus hermanas, es porque acerca de él se abrigan más grandes designios. Las exigencias a que se le somete, implican inmediatamente una valoración. En sus recuerdos, cuenta Maurras que estaba celoso de un hermano menor a quien mimaban su madre y su abuela: su padre le tomó de la mano y le condujo fuera de la estancia: «Nosotros somos hombres -le dijo-; dejemos solas a las mujeres.» Se persuade al niño de que se le exige más a causa de la superioridad de los varones; para animarle ante el difícil camino que {251} le corresponde, se le insufla el orgullo de su virilidad; esta noción abstracta reviste para él una figura concreta: se encarna en el pene; no experimenta orgullo espontáneamente respecto a su pequeño sexo indolente, sino que lo percibe a través de la actitud de su entorno. Madres y nodrizas perpetúan la tradición que asimila el falo a la idea de macho; ya sea porque reconozcan su prestigio en la gratitud amorosa o en la sumisión, o porque para ellas sea un desquite hallarlo en el bebé bajo una forma humillada, el hecho es que tratan al pene infantil con singular complacencia. Rabelais nos cuenta los juegos y dichos de las nodrizas de Gargantúa (2); la Historia ha conservado los de las nodrizas de Luis XIII. Mujeres menos descaradas dan, sin embargo, un nombre cariñoso al sexo del niño, le hablan de él como de una personita que fuese a la vez él mismo y otro distinto; según la frase citada, hacen de él «un alter ego habitualmente más astuto, más inteligente y más hábil que el individuo en cuestión» (3). Anatómicamente, el pene es perfectamente apto para desempeñar ese papel: destacado del cuerpo, se presenta como un juguetito natural, una especie de muñeco. De modo que se valorizará al niño al valorizar a su doble. Un padre me contaba que uno de sus hijos, a la edad de tres años, todavía orinaba sentado; rodeado de hermanas y primas, era un niño tímido y triste; un día su padre le llevó consigo al cuarto de aseo y le dijo: 111 111 «Voy a enseñarte cómo lo hacen los hombres.» A partir de entonces, el niño, orgulloso por orinar de pie, despreció a las niñas, «que orinan por un agujero»; su desdén provenía originariamente, no del hecho de que a ellas les faltase un órgano, sino porque no habían sido distinguidas e iniciadas por el padre. Así, pues, muy lejos de que el pene se descubra {252} como un privilegio inmediato del que el niño extraería un sentimiento de superioridad; su valoración, por el contrario, aparece como una compensación -inventada por los adultos y ardientemente aceptada por el niño- a las durezas del último destete: así queda defendido contra el pesar de no ser ya un bebé, de no ser una niña. En consecuencia, encarnará en su sexo su trascendencia y su soberanía orgullosa (4). (1) Le Sabbat. (2) «...Comenzaba ya a ejercitar su bragueta, y las niñeras solían ornársela de bellos ramilletes, de bellas cintas, de bellos capullos. Pasaban el tiempo frotándosela con las manos, y cuando la veían alzar las orejas se morían de risa, cual si el juego las hubiese complacido. Una la llamaba mi barrenita, otra mi pinito, otra mi ramita de coral, otra mi taponcito, mi agujerito, mi pendeloque, mi baja y sube, mi choricito...», etc. (3) A. BALINT: La Vie intime de l'enfant, véase vol. I, págs. 90-91. (4) Véase anteriormente, págs. 90-91. La suerte de la niña es muy diferente. Madres y nodrizas no tienen para sus partes genitales reverencia ni ternura; no llaman su atención sobre ese órgano secreto, del que solamente se ve la envoltura y no se deja empuñar; en cierto sentido, no tiene sexo. Y no experimenta esa ausencia como una falta; su cuerpo es para ella, evidentemente, una plenitud; pero se halla situada en el mundo de un modo distinto al del niño, y un conjunto de factores puede transformar a sus ojos esa diferencia en inferioridad. Hay pocas cuestiones más discutidas por los psicoanalistas que el famoso «complejo de castración» femenino. La mayoría admite hoy que el deseo de un pene se presenta, según los casos, de maneras muy diversas (1). En primer lugar, hay multitud de niñas que ignoran la anatomía masculina hasta una edad tardía.

El niño acepta, naturalmente, que haya hombres y mujeres, lo mismo que hay un Sol y una Luna: cree en esencias contenidas en las palabras, y su curiosidad no es en principio analítica. Para muchas niñas, ese pedacito de carne que pende entre las piernas de los niños es insignificante y hasta irrisorio; es una singularidad que se confunde con la de los vestidos y el peinado; a menudo es en un hermanito recién nacido donde se descubre, y {253} «cuando la niña es muy joven -dice H. Deutsch-, no queda impresionada por el pene de su hermanito»; cita el ejemplo de una niña de dieciocho meses que permaneció absolutamente indiferente ante el descubrimiento del pene, y no le concedió valor sino mucho más tarde, en relación con sus preocupaciones personales. Sucede incluso que el pene sea considerado como una anomalía: se trata de una excrecencia, una cosa vaga que pende como las lupias, las ubres, las verrugas; puede incluso inspirar disgusto. En fin, hay numerosos casos en que la niña se interesa por el pene de un hermano o de un camarada; pero eso no significa que experimente por ello unos celos propiamente sexuales, y aun menos que se sienta profundamente afectada por la ausencia de ese órgano; desea apropiárselo como desea apropiarse de todo objeto; pero ese deseo puede permanecer superficial. (1) Además de las obras de Freud y de Adler, existe sobre el tema una abundante literatura. Abraham ha sido el primero en emitir la idea de que la niña consideraba su sexo como una herida resultante de una mutilación. Karen Horney, Jones, Jeanne Lampt de Groot, H. Deutsch, Al Balint han estudiado la cuestión desde un punto de vista analítico. Saussure trata de conciliar el psicoanálisis con las ideas de Piaget y Lucquet. Véase también POLLACK: Les Idées des enfants sur la différence des sexes. 112 112 Es cierto que las funciones excretorias, y singularmente las funciones urinarias, interesan apasionadamente a los niños: orinarse en la cama es a menudo una protesta contra la acusada preferencia de los padres por otro hijo. Hay países en los que los hombres orinan sentados, y sucede que las mujeres orinan de pie: esa es la costumbre, entre otras, de muchas campesinas; pero, en la sociedad occidental contemporánea, las costumbres quieren generalmente que las mujeres se pongan en cuclillas, en tanto que la postura de pie está reservada para los hombres. Esta diferencia constituye para la niña la diferenciación sexual más notable. Para orinar, ella tiene que ponerse en cuclillas, destaparse y, por tanto, ocultarse: es una servidumbre vergonzosa e incómoda. La vergüenza se acrecienta en los casos frecuentes en que sufre emisiones urinarias involuntarias, durante un acceso de hilaridad, por ejemplo, ya que el control es menos seguro en el caso de las chicas que en el de los chicos. Para estos últimos, la función urinaria se presenta como un juego libre, que tiene el atractivo de todos los juegos en los cuales se ejercita la libertad; el pene se deja manipular y se puede obrar a través del mismo, lo cual tiene un profundo interés para el niño. Al ver orinar a un chico, una niña exclamó con admiración: «¡Qué cómodo!» (1) {254}. El chorro puede ser dirigido a voluntad, la orina lanzada a lo lejos: el muchacho extrae de ello una sensación de omnipotencia. Freud ha hablado de «la ardiente ambición de los ancianos diuréticos»; Stekel ha discutido con buen sentido esta fórmula, pero es cierto que, como dice Karen Horney (2), «fantasmas de omnipotencia, sobre todo de carácter sádico, se asocian con frecuencia al chorro masculino de la orina»; esos fantasmas, que perviven entre algunos hombres (3), son importantes en el niño. Abraham habla del «gran placer que experimentan las mujeres cuando riegan el jardín con una manguera»; de acuerdo con las teorías de Sartre y de Bachelard (4), yo creo que el origen de ese placer no está necesariamente (5) en la asimilación de la manguera al pene; todo chorro de agua se representa como un milagro, como un desafío a la gravedad: dirigirlo, gobernarlo, equivale a lograr una pequeña victoria sobre las leyes naturales; en todo caso, el niño dispone así de un entretenimiento cotidiano que le está prohibido a sus hermanas.

Ello permite, además, y sobre todo en el campo, establecer multitud de relaciones con las cosas a través del chorro urinario: con el agua, la tierra, el musgo, la nieve, etc. Hay niñas que, para conocer esas experiencias, se tienden de espaldas y tratan de lanzar la orina «hacia arriba», o bien se ejercitan en orinar de pie. Según Karen Horney, envidiarían también al niño la posibilidad de exhibición que le es acordada. «Después de haber visto orinar a un hombre en la calle, una enferma exclamó súbitamente: "Si pudiese pedir un regalo a la Providencia, pediría poder orinar una sola vez en mi vida como un hombre"», informa Karen Horney. A las niñas les parece que el niño, teniendo derecho a tocarse el pene, puede servirse del mismo como de un juguete, mientras que sus propios órganos son tabú. Que {255} este conjunto de factores hace deseable para multitud de niñas la posesión de un sexo masculino, es un hecho del que dan fe numerosas encuestas y confidencias recogidas por los psiquiatras. Havelock Ellis (6) cita estas palabras de un personaje al que designa con el nombre de Zenia: «El rumor de un chorro de agua, sobre todo si sale de una larga manguera de riego, ha sido siempre muy excitante para mí, ya que me recuerda el rumor del chorro de orina observado por mí durante mi infancia en mi hermano e incluso en otras personas.» Otra mujer, madame R. S., cuenta que de niña le gustaba infinitamente tener entre las manos el pene de un compañero; un día le confiaron una manguera de riego: «Me pareció delicioso tenerla como si yo misma tuviese un pene.» E insiste en que el pene no tenía para ella ningún sentido sexual; solamente conocía su uso urinario. El caso más interesante es el de Florrie, recogido por Havelock Ellis (7) y cuyo análisis ha realizado más tarde Stekel. Por tanto, ofrezco del mismo un informe detallado: (1) Citado por A. Balint. (2) «The genesis of castration complex in women International». Journal of Psychanalyse, 1923-1924. (3) Véase MONTHERLANT: Les Chenilles, Solstice de juin. 113 113 (4) Véase anteriormente, parte primera, capítulo II. (5) En ciertos casos, sin embargo, es manifiesto. (6) Véase HAVELOCK ELLIS: L'Ondinisme. (7) H. ELLIS: Études de psychologie sexuelle, tomo XIII. Se trata de una mujer muy inteligente, artista, dinámica, biológicamente normal y no invertida. Cuenta que la función urinaria ha desempeñado un importante papel en su infancia; se entregaba con sus hermanos a juegos urinarios, y todos se mojaban las manos sin el menor disgusto. «Mis primeras concepciones respecto a la superioridad de los varones estuvieron en relación con los órganos urinarios. Aborrecía a la Naturaleza por haberme privado de un órgano tan cómodo y decorativo. Ninguna tetera privada de su pitorro podría sentirse tan miserable. Nadie tuvo necesidad de insuflarme la teoría del predominio y la superioridad masculinos. Tenía de ello una prueba constante a la vista.» Ella misma experimentaba un gran placer cuando orinaba en el campo. «Nada le parecía comparable al rumor delicioso del chorro sobre las hojas secas en un rincón del bosque, mientras observaba al mismo tiempo su absorción. Pero lo que más la fascinaba era orinar en el agua.» Es este un placer al que son sensibles muchos niños, y existe toda una imaginería pueril y vulgar {256} que muestra a los pequeños orinando en estanques o en arroyos. Florrie se queja de que la forma de sus pantalones la impedía entregarse a las experiencias que le hubiera gustado intentar; con frecuencia, en el curso de un paseo por el campo, se contenía durante el mayor tiempo posible para luego aliviarse bruscamente de pie. «Recuerdo perfectamente la extraña y prohibida sensación de ese placer, así como mi asombro porque el chorro pudiese surgir estando yo de pie.» En su opinión, la forma de los vestidos infantiles tiene mucha importancia en la psicología de la mujer en general. «No solo era para mí motivo de fastidio el tener que desatarme los pantalones y luego agacharme para no mojarlos por delante, sino que el faldón trasero que debe ser recogido y deja las nalgas al descubierto explica por qué, en tantas mujeres, el pudor se sitúa detrás y no delante. La primera distinción sexual que se me impuso de hecho, la gran diferencia, fue que los chicos orinan de pie y las chicas en cuclillas. Probablemente fue así como mis más antiguos sentimientos de pudor se asociaron a mis nalgas antes que a mi pubis.» Todas esas impresiones adquieren en Florrie extremada importancia, porque su padre la azotaba frecuentemente hasta hacerla sangrar, y una institutriz la había azotado un día para obligarla a orinar; la acosaban sueños y fantasmas masoquistas, en los cuales se veía azotada por una institutriz en presencia de toda la escuela, y entonces se orinaba contra su voluntad, «idea que me procuraba una sensación de placer verdaderamente curiosa».

A los quince años de edad, apremiada por urgente necesidad, orinó de pie en una calle desierta. «Al analizar mis sensaciones, creo que la más importante era la vergüenza de estar de pie y la longitud del trayecto que debía recorrer el chorro entre mi persona y el suelo. Era esa distancia la que hacía del asunto algo importante y risible, aunque lo encubriesen mis ropas. En la postura ordinaria, había un elemento de intimidad. Siendo niña, e incluso mayor, el chorro no hubiera podido recorrer un largo trayecto; pero a los quince años de edad tenía yo una elevada estatura, y me daba vergüenza pensar en la longitud del trayecto. Estoy segura de que las damas de quienes he hablado (1), y que huyeron espantadas del moderno {257} urinario de Portsmouth, considerarían sumamente indecente el que una mujer permaneciese de pie, con las piernas separadas y la falda recogida para proyectar hacia abajo un chorro tan largo.» Reinició esa experiencia a los veinte años de edad, y aun después; experimentaba una mezcla de vergüenza y voluptuosidad ante la idea de que pudieran sorprenderla y ella no fuese capaz de detenerse. «El chorro parecía surgir de mí sin mi consentimiento, y, no obstante, me causaba más placer que si lo hubiese 114 114 emitido de manera plenamente voluntaria (2). Esta curiosa sensación de que ha sido extraído de una por un poder invisible que hubiese resuelto que así lo hiciese una, constituye un placer exclusivamente femenino y tiene un encanto sutil. Hay un intenso encanto en sentir brotar de una el torrente a causa de una voluntad más poderosa que una misma.» Como consecuencia de ello, en Florrie se desarrolla un erotismo flagelatorio siempre mezclado con obsesiones urinarias. (1) Alusión a un episodio que ha relatado anteriormente: se había inaugurado en Portsmouth un urinario moderno para mujeres que exigía la postura erecta; todas las clientes salían tan pronto como entraban. (2) El subrayado es de Florrie. Este caso es muy interesante, porque esclarece diversos elementos de la experiencia infantil. Pero son evidentemente circunstancias singulares las que les confieren tan enorme importancia. Para las niñas normalmente educadas, el privilegio urinario del niño es algo demasiado secundario para engendrar directamente un sentimiento de inferioridad. Los psicoanalistas que suponen, después de Freud, que el simple descubrimiento del pene bastaría para originar un traumatismo, desconocen profundamente la mentalidad infantil; esta es mucho menos racional de lo que aquellos parecen suponer; no se plantea categorías tajantes y no la turban las contradicciones. Cuando la niña pequeñita ve un pene y declara: «Yo también lo he tenido», o bien «Yo también lo tendré», o incluso «Yo también tengo uno», no se trata de una defensa con mala fe; la presencia y la ausencia no se excluyen; el niño -como lo prueban sus dibujoscree mucho menos en lo que ve con sus propios ojos que en los {258} tipos significativos que ha fijado de una vez y para siempre: dibuja a menudo sin mirar, y, en todo caso, no halla en sus percepciones sino lo que él mismo pone. Saussure (1), que insiste justamente en este punto, cita la siguiente e importantísima observación de Luquet: «Una vez reconocido un rasgo como defectuoso, es como si no existiese, el niño ya no lo ve literalmente, hipnotizado de algún modo por el nuevo trazo que lo reemplaza, de la misma forma que se desentiende de las líneas que puedan hallarse accidentalmente en el papel.» La anatomía masculina constituye una forma fuerte que a menudo se impone a la niña, la cual literalmente ya no ve su propio cuerpo. Saussure cita el ejemplo de una chiquilla de cuatro años de edad que trataba de orinar como un chico entre los barrotes de una verja, diciendo que quería «una cosita larga que chorrea».

Afirmaba al mismo tiempo poseer un pene y no poseerlo, lo cual está de acuerdo con el pensamiento por «participación» que Piaget ha descrito en los niños. La niña piensa de buen grado que todos los niños nacen con un pene, pero los padres se lo cortan a algunos de ellos para convertirlos en niñas; esta idea satisface el artificialismo del niño, que, divinizando a los padres, «los concibe como la causa de todo cuanto posee», dice Piaget, y no ve en la castración un castigo en principio. Para que adopte el carácter de una frustración, es preciso que la niña esté ya descontenta de su situación por una razón cualquiera; como observa justamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, tal como la vista de un pene, no podría determinar un desarrollo interior: «La vista del órgano masculino puede tener un efecto traumático -dice-, pero solo a condición de que lo haya precedido una serie de experiencias anteriores y aptas para producir ese efecto.» Si la chiquilla se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbación o de exhibición, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresión de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectará su insatisfacción sobre el {259} órgano masculino. «El descubrimiento realizado por la pequeña en cuanto a su diferenciación anatómica con el niño es una confirmación de una necesidad anteriormente experimentada, su racionalización por así decir» (2). Y Adler ha insistido justamente sobre el hecho de que es la valoración efectuada por los padres y el entorno lo que da al muchacho el prestigio del cual el pene se hace explicación y símbolo a los ojos de la chiquilla. Consideran superior a su hermano; este mismo se enorgullece de su virilidad; y 115 115 entonces ella le envidia y se siente frustrada. A veces siente rencor contra su madre, y más raramente contra su padre; o bien se acusa a sí misma de haberse mutilado o se consuela pensando que el pene está escondido en su cuerpo y que un día saldrá del mismo. (1) «Psychogenése et psychanalyse», Revue française de psychanalyse, año 1933. (2) Véase H. DEUTSCH: Psychology of women. Cita también la autoridad de R. Abraham y J. H. Wram Ophingsen. Es seguro que la ausencia de pene representará en el destino de la niña un papel importante, aunque no desee seriamente su posesión. El gran privilegio que el muchacho extrae del pene consiste en que, dotado de un órgano que se deja ver y coger, puede al menos alienarse parcialmente en el mismo. Proyecta fuera de sí el misterio de su cuerpo, de sus amenazas, lo cual le permite mantenerlos a distancia; ciertamente, se siente en peligro con su pene, cuya castración teme, pero es un temor más fácil de dominar que el temor difuso experimentado por la niña con respecto a sus «interiores», temor que a menudo se perpetúa durante toda su vida de mujer. Siente una extremada preocupación por todo cuanto sucede dentro de ella; desde el principio, se siente mucho más opaca a sus propios ojos y más profundamente investida del turbio misterio de la vida que el varón. Por el hecho de que posee un alter ego en el cual se reconoce, el niño puede osadamente asumir su subjetividad; el objeto mismo en el cual se aliena se convierte el símbolo de autonomía, de trascendencia, de poder: mide la longitud de su pene, compara con sus camaradas la del chorro urinario; más tarde, la erección, la eyaculación, serán fuentes de satisfacción {260} y desafío. La niña, en cambio, no puede encarnarse en ninguna parte de ella misma. En compensación, le ponen entre las manos, con el fin de que desempeñe junto a ella el papel de alter ego, un objeto extraño: una muñeca. Es preciso notar que también se llama poupée («muñeca») a ese vendaje con que se envuelve un dedo herido: un dedo entrapado, separado, es mirado con regocijo y con una especie de orgullo, y el niño esboza con respecto al mismo el proceso de alienación. Pero una figurilla con rostro humano, o en su defecto una mazorca o un palo, reemplazará de la manera más satisfactoria a ese doble, a ese juguete natural que es el pene. La gran diferencia consiste en que, por un lado, la muñeca representa el cuerpo en su totalidad y, por otro lado, es una cosa pasiva. En su virtud, la niña se sentirá animada a alienarse en su persona toda entera y a considerar a esta como un dato inerte.

Mientras el niño se busca en el pene en tanto que sujeto autónomo, la niña mima a su muñeca y la adorna como sueña que la adornen y la mimen a ella; inversamente, se ve a sí misma como una maravillosa muñeca (1). A través de cumplidos y regañinas, a través de imágenes y palabras, descubre el sentido de las palabras «bonita» y «fea»; sabe muy pronto que para agradar hay que ser «bonita como una muñeca», y procura parecerse a una muñeca, se disfraza, se mira en los espejos, se compara con las princesas y las hadas de los cuentos. Ejemplo notable de esta coquetería infantil nos lo procura Marie Bashkirtseff. No fue ciertamente un azar el que, tardíamente destetada a los tres años y medio, experimentase tan intensamente, hacia los cuatro o cinco años de edad, la necesidad de hacerse admirar, de existir para otro: el choque debió de ser violento en una niña más madura y debió de buscar con más pasión sobreponerse a la separación infligida: «A los cinco años -escribe en su diario-, me vestía con encajes de {261} mamá, me ponía flores en el pelo y me iba a bailar al salón. Yo era la gran bailarina Petipa y toda la casa estaba allí, mirándome...» (1) La analogía entre la mujer y la muñeca se mantiene en la edad adulta; en francés, se llama vulgarmente muñeca a una mujer; en inglés, de una mujer emperifollada se dice que está dolled up. Este narcisismo aparece tan precozmente en la niña, representará en su vida de mujer un papel tan primordial, que se le juzga de buen grado como emanando de un misterioso instinto 116 116 femenino. Pero acabamos de ver que, en verdad, no es un destino anatómico el que le dicta su actitud. La diferencia que la distingue de los chicos es un hecho que ella podría asumir de multitud de maneras. El pene constituye, ciertamente, un privilegio, pero su valor disminuye naturalmente cuando el niño se desinteresa de sus funciones excretorias y se socializa: si aún lo conserva a sus ojos, traspuesta la edad de ocho o nueve años, es porque se ha convertido en el símbolo de una virilidad que se ha valorado socialmente. En verdad, la influencia de la educación y del medio ambiente es aquí enorme. Todos los niños procuran compensar la separación del destete por medio de conductas de seducción y de exhibición; se obliga al niño a superar esa fase, se le libera de su narcisismo fijándole en su pene; mientras que a la niña se la confirma en esa tendencia a convertirse en objeto que es común a todos los niños. La muñeca la ayuda a ello, pero tampoco tiene un papel determinante; también el niño puede depositar su afecto en un oso, o en un polichinela en el cual se proyecte; en la forma global de su existencia, es donde cada factor, pene o muñeca, adquiere su peso. Así, pues, la pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer «femenina» es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros años. Pero es falso pretender que se trata de una circunstancia biológica; en realidad, se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por la sociedad. La inmensa suerte del niño consiste en que su manera de existir para otro le anima a plantearse para sí mismo. Efectúa el aprendizaje de su existencia como un libre movimiento hacia el mundo; rivaliza en dureza e independencia con los otros niños, y desprecia a las niñas. Trepando a los árboles, zurrándose con sus camaradas, compitiendo con {262} ellos en juegos violentos, toma su cuerpo como un medio para dominar a la Naturaleza y como instrumento de combate; se enorgullece tanto de sus músculos como de su sexo; a través de juegos, deportes, luchas, desafíos y pruebas, halla un empleo equilibrado de sus fuerzas; al mismo tiempo, conoce las severas lecciones de la violencia; aprende a encajar los golpes, a despreciar el dolor, a rechazar las lágrimas de la primera edad. Emprende, inventa, osa. Cierto que también se prueba como «para otro», pone en tela de juicio su virilidad, y de ello se derivan numerosos problemas con respecto a los adultos y a los camaradas. Pero lo que es muy importante es que no haya oposición fundamental entre el cuidado de esa figura objetiva que es suya y su voluntad de afirmarse en sus proyectos concretos. Es haciéndose como se hace ser, con un solo movimiento. Por el contrario, en la mujer hay un conflicto, al principio, entre su existencia autónoma y su «ser-otro»; se le enseña que, para agradar, hay que tratar de agradar, hay que hacerse objeto, y, por consiguiente, tiene que renunciar a su autonomía. Se la trata como a una muñeca viviente y se le rehusa la libertad; así se forma un círculo vicioso; porque, cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el mundo que la rodea, menos recursos hallará en sí misma, menos se atreverá a afirmarse como sujeto; si la animasen a ello, podría manifestar la misma exuberancia viva, la misma curiosidad, el mismo espíritu de iniciativa, la misma audacia que un muchacho.

Eso es lo que ocurre, a veces, cuando se le da una formación viril; entonces se le ahorran muchos problemas (1). Resulta interesante comprobar que ese es el género de educación que un padre da de buen grado a su hija; las mujeres educadas por un hombre escapan, en gran parte, a las taras de la feminidad. Pero las costumbres se oponen a que se trate a las chicas como si fuesen chicos. He conocido en una aldea unas niñas de tres y cuatro años a quienes su {263} padre hacía llevar pantalones; todos los chicos las perseguían, gritando: «¿Son muchachos o muchachas?», y pretendían comprobarlo; hasta que las niñas suplicaron que les pusiesen vestidos. A menos que lleve una existencia muy solitaria, incluso si los padres autorizan sus maneras masculinas, el entorno de la pequeña, sus amigas y profesores no dejarán de sentirse escandalizados. Siempre habrá tías, abuelas y primas para contrapesar la influencia del padre. Normalmente, el papel que se le asigna con respecto a sus hijas es un papel secundario. Una de las maldiciones que pesan sobre la mujer -Michelet lo ha señalado justamente- consiste en que, durante su infancia, está abandonada en manos de mujeres. El niño también es educado, en principio, por la madre; pero esta tiene respeto por su virilidad y él se le escapa muy pronto (2); en cambio, considera que debe integrar a su hija en el mundo femenino. 117 117 (1) Al menos en su primera infancia. En el estado actual de la sociedad, los conflictos de la adolescencia, por el contrario, podrán verse por ello magnificados. (2) Hay multitud de excepciones, naturalmente; pero no podemos estudiar aquí el papel de la madre en la formación del niño varón. Más adelante se verá cuán complejas son las relaciones de la madre con la hija: esta es para la madre su doble y otra al mismo tiempo, y la madre la mima imperiosamente y le es hostil al mismo tiempo; la madre impone a la niña su propio destino, lo cual es un modo de reivindicar orgullosamente su feminidad, y también una manera de vengarse. Se observa el mismo proceso en los pederastas, los jugadores, los drogadictos, en todos aquellos que, a la vez, se jactan de pertenecer a cierta hermandad y se sienten humillados por ello: procuran ganar adeptos con ardiente proselitismo. Así, las mujeres, cuando se les confía una niña, se empeñan en transformarla en una mujer semejante a ellas, con un celo en el que la arrogancia se mezcla al rencor. Y hasta una madre generosa, que busca sinceramente el bien de su hija, pensará por lo común que es más prudente hacer de ella una «verdadera mujer», puesto que así la acogerá más fácilmente la sociedad. Por consiguiente, le dan por amigas a otras niñas, la confían a profesoras, vive entre matronas como en los tiempos del gineceo, se le eligen los libros y los juegos que la {264} inician en su destino, le vierten en el oído los tesoros de la prudencia femenina, le proponen virtudes femeninas, le enseñan a cocinar, a coser y a cuidar de la casa, al mismo tiempo que la higiene personal, el encanto y el pudor; la visten con ropas incómodas y preciosas, que es preciso cuidar mucho; la peinan de manera complicada; le imponen normas de compostura: «Mantente erguida, no andes como un pato...» Para ser graciosa, deberá reprimir sus movimientos espontáneos; se le pide que no adopte aires de chico frustrado, se le prohiben los ejercicios violentos, se le prohibe pelearse; en una palabra, la comprometen a convertirse, como sus mayores, en una sirviente y un ídolo. Hoy, gracias a las conquistas del feminismo, cada vez es más normal animarla para que estudie, para que practique los deportes; pero se le perdona de mejor grado que al muchacho su falta de éxito; al mismo tiempo, se le hace más difícil el triunfo, al exigir de ella otro género de realización: por lo menos, se quiere que sea también una mujer, que no pierda su feminidad. Durante los primeros años se resigna, sin demasiada pena, a esta suerte. El niño se mueve en el plano del juego y del sueño: juega a ser, juega a hacer; el hacer y el ser no se distinguen netamente cuando solo se trata de realizaciones imaginarias. La niña puede compensar la actual superioridad de los chicos mediante las promesas encerradas en su destino de mujer y que, ya, realiza ella en sus juegos. Como todavía no conoce más que su universo infantil, su madre le parece al principio dotada de más autoridad que el padre; se imagina el mundo como una especie de matriarcado; imita a su madre, se identifica con ella; con frecuencia incluso invierte los papeles: «Cuando yo sea grande y tú seas pequeña...», le dice con satisfacción anticipada. La muñeca no es solamente su doble: es también su hija, funciones estas que se excluyen tanto menos cuanto que la hija verdadera es también para la madre un alter ego; cuando reprende, castiga y luego consuela a su muñeca, la niña se defiende de su madre y, al mismo tiempo, se reviste de la dignidad de madre: ella resume los dos elementos de la pareja; se confía {265} a su muñeca, la educa, afirma su autoridad soberana sobre ella, a veces incluso le arranca los brazos, la golpea, la tortura; es decir, a través de ella realiza la experiencia de la afirmación subjetiva y de la alienación. Con frecuencia, la madre está asociada a esa vida imaginaria: en torno a la muñeca, la niña juega al padre y a la madre con su madre, y es esta una pareja de la que está excluido el padre. Tampoco hay ahí ningún «instinto maternal» innato y misterioso. La niña comprueba que el cuidado de los hijos corresponde a la madre, y así se lo enseñan; los relatos oídos, los libros leídos, toda su pequeña existencia, se lo confirma; se la estimula a extasiarse ante aquellas riquezas futuras, le dan muñecas para que ya adopten un aspecto tangible. Su «vocación» le es dictada imperiosamente.

Como el hijo se le presenta como su destino, como también ella se interesa por su «interior» más que el niño por el suyo, la pequeña siente una particular curiosidad por 118 118 el misterio de la procreación; deja pronto de creer que los bebés nacen de las coles o que los traen las cigüeñas; sobre todo cuando la madre le da hermanitos o hermanitas, aprende, en seguida, que los pequeñuelos se forman en el vientre materno. Por otra parte, los padres de hoy rodean al hecho de menos misterio que los de antes; la niña se siente, por lo general, más maravillada que asustada, porque el fenómeno se le presenta bajo una apariencia mágica, y todavía no capta todas las implicaciones fisiológicas. En primer lugar, ignora el papel del padre, y supone que es absorbiendo ciertos alimentos como la mujer queda encinta, lo cual es un tema legendario (se ve a las reinas de los cuentos dar a luz una niña o un hermoso niño tras haber comido cierta fruta, cierto pescado) y lo cual da lugar más tarde, en ciertas mujeres, a establecer una vinculación entre la idea de gestación y la del sistema digestivo. El conjunto de esos problemas y de esos descubrimientos absorbe una gran parte de los intereses de la niña; y nutre su imaginación. Multitud de niñas ocultan cojines dejado del delantal para jugar a estar encinta, o bien pasean a la muñeca por los pliegues de la falda y la dejan caer en la cuna; también hacen {266} que le dan el pecho. Los niños, como las niñas, admiran el misterio de la maternidad; todos los niños tienen una imaginación «en profundidad» que les hace presentir secretas riquezas en el interior de las cosas; todos son sensibles al milagro de esas muñecas que contienen otras muñecas más pequeñas, cajas que contienen otras cajas, viñetas que se reproducen bajo forma reducida en su propio interior; a todos les encanta que abran un capullo ante sus ojos, o que les muestren al pollito en el cascarón, o que se despliegue a su vista, en una cubeta de agua, la sorpresa de las «flores japonesas». Un pequeño, al abrir un huevo de Pascua lleno de huevecitos de azúcar, exclamó extasiado: «¡Oh, una mamá!» Hacer salir un niño del vientre es hermoso como un juego de prestidigitación. La madre aparece dotada del mirífico poder de las hadas. Muchos niños varones se sienten desolados ante la idea de que semejante privilegio les esté vedado; si más tarde cogen los huevos de los nidos, pisotean las plantas jóvenes, si destruyen la vida a su alrededor con una especie de rabia, lo hacen para vengarse de no poder hacerla brotar; en cambio, a la niña le encanta la idea de que algún día podrá crearla. Además de esa esperanza, que se concreta en el juego con la muñeca, la vida doméstica también ofrece a la niña posibilidades de afirmación de sí misma. Gran parte de las faenas domésticas puede realizarías una niña muy joven; por lo general, al chico se le dispensa de ese trabajo; pero a su hermana se le permite, incluso se le exige, que barra, limpie el polvo, pele legumbres y tubérculos, lave al recién nacido, vigile el puchero. En particular a la hermana mayor, se la asocia a menudo a las tareas maternales; sea por comodidad, sea por hostilidad y sadismo, la madre descarga sobre ella gran número de sus funciones; entonces la niña se ve precozmente integrada al universo de lo serio; el sentido de su importancia la ayudará a asumir su feminidad; pero la feliz gratuidad, la despreocupación infantil, le son negadas; mujer antes de tiempo, conoce demasiado pronto los límites que esa especificación impone al ser humano; llega adulta a la adolescencia, lo cual presta a su historia un carácter singular {267}. La niña sobrecargada de funciones puede ser prematuramente esclava, estar condenada a una existencia sin alegría. Pero si solo se le pide un esfuerzo adecuado a sus condiciones, entonces experimenta el orgullo de sentirse eficaz como una persona mayor; y se alegra de ser solidaria de los adultos. Esa solidaridad es posible por el hecho de que la distancia que media entre la niña y el ama de casa no es considerable. Un hombre especializado en su oficio está separado del estadio infantil por muchos años de aprendizaje; las actividades paternas son profundamente misteriosas para el niño, en quien apenas se esboza el hombre que será más tarde. Por el contrario, las actividades de la madre son asequibles a la niña. «Ya es una mujercita», dicen los padres, y a veces se estima que es más precoz que el niño: en realidad, si ella está más cerca del estadio adulto es porque, para la mayoría de las mujeres, ese estadio sigue siendo tradicionalmente más infantil. El hecho es que ella se siente precoz, que le halaga representar con los recién nacidos el papel de una «madrecita»; se vuelve importante de buen grado, habla razonablemente, da órdenes, adquiere superioridad con respecto a sus hermanos, encerrados en el círculo infantil; habla con su madre en pie de igualdad. 119 119 A pesar de estas compensaciones, no acepta sin pesar el destino que le han asignado; al crecer, envidia a los chicos su virilidad. Sucede que padres y abuelos disimulan mal que hubieran preferido un vástago varón a una hembra, o bien muestran más cariño por el hermano que por la hermana: diversas encuestas han demostrado que la mayoría de los padres desean tener hijos antes que hijas. Se habla a los muchachos con más gravedad, más estima, y se les reconocen más derechos; los mismos chicos tratan a las chicas con desprecio, juegan entre ellos, no admiten chicas en sus bandas, las insultan: entre otras cosas, las llaman «meonas», reavivando con esos epítetos la secreta humillación infantil de la niña. En Francia, en las escuelas mixtas, la casta de los muchachos oprime y persigue deliberadamente a la de las chicas. Sin embargo, si estas quieren entrar en competencia con ellos, pegarse con ellos, son objeto de reprimenda {268}.

Envidian doblemente las actividades por las cuales se singularizan los varones: sienten el espontáneo deseo de afirmar su poder sobre el mundo y protestan contra la situación de inferioridad a la cual se las condena. Entre otras cosas, sufren porque les prohiben trepar a los árboles, ascender por una escala, subirse a un tejado. Adler observa que las nociones de alto y bajo tienen gran importancia, ya que la idea de elevación espacial implica una superioridad espiritual, como se ve a través de numerosos mitos heroicos; alcanzar una cima, una cumbre, es emerger más allá del mundo dado como sujeto soberano, y entre los chicos es un frecuente pretexto de desafío. La niña a quien tales proezas le están prohibidas y que, sentada al pie de un árbol o de un peñasco, ve por encima de ella a los muchachos triunfadores, se considera inferior en cuerpo y alma. Y lo mismo le ocurre si la dejan atrás en una carrera o en una competición de saltos, si la arrojan al suelo en una pelea, o simplemente si la mantienen apartada. Cuanto más madura el niño, más se ensancha su universo y más se afirma la superioridad masculina. Muy a menudo, la identificación con la madre no aparece ya como una solución satisfactoria; si la niña acepta en principio su vocación femenina, no es que piense abdicar: por el contrario, lo hace para reinar; se quiere matrona, porque la sociedad de las matronas se le antoja privilegiada; pero, cuando sus relaciones, sus estudios, sus juegos, sus lecturas, la arrancan del círculo materno, comprende que no son las mujeres, sino los hombres, quienes son los dueños del mundo. Esta revelación -mucho más que el descubrimiento del pene- es la que modifica imperiosamente la conciencia que adquiere de sí misma. La jerarquía de los sexos se le descubre, en principio, en la experiencia familiar; comprende poco a poco que, si la autoridad del padre no es la que más cotidianamente se hace sentir, es, no obstante, la autoridad soberana, y el hecho de que no se prostituya no hace sino aumentar su fulgor; incluso si, de hecho, es la madre la que reina como dueña y señora en la casa, por lo común tiene el tacto de anteponer la {269} voluntad del padre; en los momentos importantes, exige, recompensa o castiga en su nombre, a través de él. La vida del padre está rodeada de un misterioso prestigio: las horas que pasa en casa, el cuarto donde trabaja, los objetos que le rodean, sus ocupaciones, sus manías, todo tiene un carácter sagrado. Es él quien alimenta a la familia, es su responsable y su jefe. Habitualmente trabaja fuera; y, por intermedio suyo, la casa se comunica con el resto del mundo: él es la encarnación de ese mundo aventurero, inmenso, difícil y maravilloso; él es la trascendencia, él es Dios (1). Eso es lo que experimenta carnalmente la niña en el poder de aquellos brazos que la levantan, en la fuerza de aquel cuerpo contra el cual se acurruca. Por él es destronada la madre, como en otro tiempo Isis por Ra y la Tierra por el Sol. Pero la situación de la niña queda entonces profundamente cambiada: estaba llamada a convertirse un día en una mujer semejante a su madre todopoderosa, pero nunca llegará a ser el padre soberano; el vínculo que la unía a su madre era una emulación activa, pero del padre no puede más que esperar pasivamente una valoración. El niño capta la superioridad paterna a través de un sentimiento de rivalidad, en tanto que la niña la sufre con una admiración impotente. Ya he dicho que lo que Freud llama 120 120 «complejo de Electra» no es, como él pretende, un deseo sexual, sino una profunda abdicación del sujeto, que consiente hacerse objeto en la sumisión y la adoración. Si el padre manifiesta ternura por su hija, esta siente su existencia magníficamente justificada; está dotada de todos los méritos que las otras han de adquirir trabajosamente; está colmada y divinizada. Es posible que durante toda su vida busque con nostalgia esa plenitud y esa paz. Si este amor le es negado, puede sentirse culpable y condenada para siempre, o puede buscar en otra parte una valoración de sí misma y volverse indiferente y aun hostil con respecto a su padre. Por lo demás, el padre no es el único que posee {270} las llaves del mundo: todos los hombres participan normalmente del prestigio viril; no ha lugar a considerarlos como «sustitutos» del padre. En tanto que hombres, los abuelos, hermanos mayores, tíos, padres de sus compañeros de juego, amigos de la casa, profesores, sacerdotes, médicos, fascinan inmediatamente a la pequeña. La conmovida consideración que las mujeres adultas testimonian al Hombre, bastaría para colocarlo sobre un pedestal (2). (1) «Su generosa persona me inspiraba un gran amor y un extremado temor...», dice madame de Noailles al hablar de su padre, y añade: «Al principio, me asombraba. El primer hombre siempre asombra a una niña. Percibía perfectamente que todo dependía de él.» (2) Es notable que el culto al padre se encuentre, sobre todo, en la hija mayor: el hombre se interesa más por una primera paternidad; con frecuencia es él quien consuela a su hija, igual que consuela al hijo, cuando la madre es acaparada por nuevos retoños, y la niña se adherirá ardientemente a él. Por el contrario, la hija menor no posee jamás al padre sin compartirlo; por lo general, tiene celos de él y de su hermana mayor al mismo tiempo; se fija en esta, a quien la complacencia del padre reviste de un gran prestigio, o se vuelve hacia su madre, o se rebela contra su familia y busca ayuda fuera de la misma. En las familias numerosas, la menor de las hijas halla de manera distinta un lugar privilegiado. Bien entendido que numerosas circunstancias pueden motivar en el padre predilecciones singulares. Pero casi todos los casos que yo conozco confirman esta observación sobre las actitudes inversas de la hija mayor y la menor. Todo contribuye a confirmar a los ojos de la niña esta jerarquía. Su cultura histórica, literaria, las canciones, las leyendas con que la acunan, son una exaltación del hombre.

Han sido los hombres quienes han hecho Grecia, el Imperio Romano, Francia y todas las naciones, quienes han descubierto la Tierra e inventado los instrumentos que permiten explotarla, quienes la han gobernado, quienes la han poblado de estatuas, cuadros, libros. La literatura infantil, la mitología, cuentos, relatos, reflejan los mitos creados por el orgullo y los deseos de los hombres: a través de los ojos de los hombres es como la niña explora el mundo y en él descifra su destino. La superioridad masculina es aplastante: Perseo, Hércules, David, Aquiles, Lancelot, Du Guesclin, Bayardo, Napoleón... ¡Qué de hombres por una sola Juana de Arco! ¡Y, aun detrás de esta, se perfila la gran figura masculina de San Miguel Arcángel! Nada más aburrido que los libros que trazan la existencia de mujeres ilustres: son éstas palidísimas figuras al lado de las de los grandes {271} hombres, y la mayoría de ellas se bañan en la sombra de algún héroe masculino. Eva no ha sido creada por sí misma, sino como compañera de Adán y extraída de su flanco; en la Biblia hay pocas mujeres cuyas acciones sean notorias: Ruth no hizo sino encontrar un marido; Esther obtuvo gracia de los judíos arrodillándose a los pies de Asuero, y, en realidad, no fue sino un dócil instrumento en manos de Mardoqueo; Judith tuvo más audacia, pero también ella obedecía a los sacerdotes, y su hazaña tiene un regusto sospechoso: no podría compararse con el puro y deslumbrante triunfo del joven David. Las diosas de la mitología son frívolas o caprichosas, y todas tiemblan en presencia de Júpiter; mientras Prometeo hurta soberbiamente el fuego del cielo, Pandora abre la caja de las desdichas. Desde luego, hay algunas brujas, algunas viejas que, en los cuentos, ejercen un poder temible. Entre otros, en el Jardín del paraíso, de Andersen, la figura de la Madre de los Vientos recuerda a la Gran Diosa primitiva: sus cuatro hijos gigantescos la obedecen temblando, y ella les pega y los encierra en sacos cuando se portan mal. Pero no son 121 121 personajes atractivos. Más seductoras son las hadas, sirenas y ondinas que escapan a la dominación del macho; pero su existencia es incierta, apenas individualizada; intervienen en el mundo humano sin tener un destino propio: tan pronto como la sirenita de Andersen se hace mujer, conoce el yugo del amor, y el sufrimiento se convierte en su patrimonio. En los relatos contemporáneos, como en las leyendas antiguas, el hombre es el héroe privilegiado. Los libros de madame de Ségur constituyen una curiosa excepción: describen una sociedad matriarcal en donde el marido, cuando no está ausente, representa un personaje ridículo; pero habitualmente, como en el mundo real, la imagen del padre aparece nimbada de gloria. Los dramas femeninos de Little Women se desarrollan bajo la égida del padre divinizado por la ausencia. En las novelas de aventuras, son los varones quienes dan la vuelta al mundo, viajan como marinos en los barcos, se alimentan en la selva con los frutos del árbol del pan. Todos los acontecimientos importantes suceden por medio de los hombres. La realidad {272} confirma esas novelas y esas leyendas. Si la niña lee los periódicos, si escucha la conversación de las personas mayores, comprueba que, hoy como ayer, los hombres son quienes conducen el mundo. Los jefes de Estado, los generales, los exploradores, los músicos, los pintores a quienes admira, son hombres; y esos hombres hacen latir su corazón con entusiasmo. Ese prestigio se refleja en el mundo sobrenatural. Generalmente, y como consecuencia del papel que desempeña la religión en la vida de las mujeres, la pequeña, más dominada por la madre que su hermano, sufre también más las influencias religiosas. Ahora bien: en las religiones occidentales, Dios Padre es un hombre, un anciano dotado de un atributo específicamente viril: una opulenta barba blanca (1). Para los cristianos, Jesucristo es más concretamente todavía un hombre de carne y hueso de larga barba rubia. Según los teólogos, los ángeles no tienen sexo; pero llevan nombres masculinos y se manifiestan en figura de hermosos jóvenes. Los emisarios de Dios en la Tierra, el papa, los obispos cuyo anillo se besa, el sacerdote que dice la misa, el que predica, aquel ante el cual uno se arrodilla en el secreto del confesonario, son hombres.

Para una niña piadosa, las relaciones con el Padre Eterno son análogas a las que sostiene con el padre terrenal; como se desarrollan en el plano de lo imaginario, la niña conoce incluso una dimisión más total. La religión católica, entre otras, ejerce sobre ella la más turbadora de las influencias (2). La Virgen recibe de rodillas las palabras del ángel: «Soy la sierva del Señor», responde ella {273}. (1) «Por otra parte, ya no sufría a causa de mi incapacidad para ver a Dios, porque desde hacía poco había logrado imaginarlo con los rasgos de mi difunto abuelo; esta imagen, a decir verdad, era más bien humana; pero yo me había apresurado a divinizarla separando del busto la cabeza de mi abuelo y aplicándola mentalmente a un fondo de cielo azul, donde nubes blancas le hacían un collar», cuenta Yassu Gauclère en L'orange bleue. (2) Está fuera de toda duda que las mujeres son infinitamente más pasivas, entregadas al hombre, serviles y humilladas en los países católicos, Italia, España, Francia, que en los países protestantes: escandinavos y anglosajones. Y ello proviene en gran parte de su propia actitud: el culto a la Virgen, la confesión, etc., las invitan al masoquismo. María Magdalena se postra a los pies de Cristo y le enjuga los pies con su larga cabellera de mujer. Las santas declaran de rodillas su amor por el Cristo radiante. De hinojos, en medio del olor a incienso, la niña se abandona a la mirada de Dios y de los ángeles: una mirada de hombre. Se ha insistido frecuentemente sobre las analogías del lenguaje erótico con el lenguaje místico, tal y como lo hablan las mujeres; por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús escribe: ¡Oh, mi Bienamado!, por tu amor acepto no ver aquí abajo la dulzura de tu mirada, ni sentir el inexpresable beso de tu boca, pero te suplico que me inflames con tu amor... 122 122 Mi Bienamado, de tu primera sonrisa pronto entrever la dulzura déjame. ¡Ah!, déjame en mi ardiente quimera. Sí; esconderme en tu corazón, déjame. Quiero sentirme fascinada por tu divina mirada, quiero ser presa de tu amor. Un día, así lo espero, te abatirás sobre mí para llevarme al hogar del amor, me hundirás al fin en ese ardiente abismo para hacerme eternamente su dichosa víctima. Sin embargo, no hay que deducir de ello que tales efusiones sean siempre de carácter sexual; más bien, cuando la sexualidad femenina se desarrolla, se encuentra penetrada del sentimiento religioso que la mujer ha dedicado al hombre desde su infancia. Es cierto que la niña experimenta cerca del confesor, e incluso al pie del altar desierto, un estremecimiento muy semejante al que experimentará más tarde en brazos del hombre amado, y es que el amor femenino es una de las formas de la experiencia en la cual una conciencia se hace objeto para un ser que la trascienda; y también son esas delicias pasivas las que la joven devota gusta en las sombras de la iglesia. Postrada, con el rostro oculto entre las manos, conoce el milagro de la renuncia: asciende al cielo de rodillas; su abandono en los brazos de Dios le asegura una Asunción acolchada con nubes y ángeles. Sobre tan maravillosa experiencia, calca ella su porvenir terrestre. La niña puede des {274} cubrirlo también por multitud de otros caminos: todo la invita a abandonarse en sueños en brazos de los hombres para ser transportada a un cielo de gloria. Aprende que, para ser dichosa, hay que ser amada, y, para ser amada, hay que esperar al amor. La mujer es la Bella Durmiente del Bosque, Piel de Asno, Cenicienta, Blanca Nieves, la que recibe y sufre. En las canciones, en los cuentos, se ve al joven partir a la ventura, en busca de la mujer; él mata dragones, lucha con gigantes; ella está encerrada en una torre, un palacio, un jardín, una caverna, o encadenada a una roca, cautiva, dormida: ella espera. Un día vendrá mi príncipe... Some day he'll come along, the man I love ...; los refranes populares le insuflan sueños de paciencia y esperanza. La suprema necesidad para la mujer consiste en hechizar un corazón masculino; aun siendo intrépidas y aventureras, esa es la recompensa a la cual aspiran todas las heroínas; y casi nunca se les pide otra virtud que la de su belleza.

Se comprende que el cuidado de su aspecto físico pueda convertirse para la muchacha en una verdadera obsesión; princesas o pastoras, siempre es preciso ser bonita para conquistar el amor y la dicha; la fealdad es cruelmente asociada a la maldad, y, cuando se ven las desdichas que se abaten sobre las feas, no se sabe bien si el destino castiga sus crímenes o su desgracia. Con frecuencia, las jóvenes bellezas destinadas a un glorioso futuro empiezan por presentarse en papel de víctimas; las historias de Genoveva de Brabante, de Grisélides, no son tan inocentes como parece; el amor y el sufrimiento se entrelazan en ellas de manera turbadora; cayendo al fondo de la abyección es como la mujer se asegura los triunfos más deliciosos; ya se trate de Dios o de un hombre, la jovencita aprende que, admitiendo las más profundas renuncias, se hará omnipotente: se complace en un masoquismo que le promete supremas conquistas. Santa Blandina, blanca y ensangrentada entre las garras de los leones, Blanca Nieves tendida como muerta en un ataúd de cristal, la Bella Durmiente, Atala desvanecida, toda una cohorte de tiernas heroínas lastimadas, pasivas, heridas, arrodilladas, humilladas, enseñan a su joven hermana el fascinante prestigio de la {275} belleza martirizada, abandonada, resignada. Así, pues, no es sorprendente que, mientras su hermano juega al héroe, la niña juegue a la mártir de tan buen grado: los paganos la arrojan a los leones; Barba Azul la arrastra por los cabellos; el rey, su esposo, la destierra al fondo de los bosques; ella se resigna, sufre, muere y su frente se nimba de gloria. «Cuando era yo muy pequeña, deseaba atraerme la ternura de los hombres, inquietarlos, ser salvada por ellos, morir entre sus brazos», escribe madame de 123 123 Noailles. En La voile noire, de Marie Le Hardouin, se halla un notable ejemplo de esos sueños masoquistas: A los siete años, de no sé qué costilla, fabriqué yo mi primer hombre. Era alto, esbelto, extremadamente joven, vestido con un traje de raso negro cuyas largas mangas llegaban hasta el suelo. Los hermosos cabellos rubios le caían sobre los hombros en densos rizos... Le llamaba Edmond... Llegó un día en que le di dos hermanos... Y aquellos tres hermanos, Edmond, Charles y Cédric, los tres vestidos de raso negro, los tres rubios y esbeltos, me hicieron conocer extrañas beatitudes. Sus pies calzados de seda eran tan lindos y sus manos tan frágiles, que me subían al alma toda suerte de impulsos... Me convertí en su hermana Marguerite... Me complacía imaginarme sujeta al capricho de mis hermanos y totalmente a su merced. Soñaba que mi hermano mayor, Edmond, tenía derecho de vida y muerte sobre mí. Jamás obtuve permiso para alzar la mirada hacia su rostro. Mandaba que me azotasen con el menor pretexto. Cuando me dirigía la palabra me sentía tan trastornada por el temor y el pesar, que no encontraba nada que contestarle y farfullaba incansablemente: «Sí, monseñor», «No, monseñor», lo cual me hacía saborear la extraña delicia de sentirme idiota... Cuando el sufrimiento que me imponía era demasiado intenso, yo murmuraba: «Gracias, monseñor», y llegaba un momento en que, desfalleciendo casi de dolor, para no gritar, posaba los labios en su mano, mientras, rompiéndome por fin el corazón algún impulso extraño, alcanzaba uno de esos estados en que se desea morir por exceso de dicha. A una edad más o menos precoz, la niña sueña que ya ha llegado a la edad del amor; a los nueve o diez años, se divierte {276} maquillándose, se rellena el corpiño, se disfraza de mujer. Sin embargo, no busca realizar ninguna experiencia erótica con los niños: si sucede que se va con ellos a los rincones para jugar a «mostrarse cosas», lo hace solo por curiosidad sexual. Pero el compañero de las ensoñaciones amorosas es un adulto, bien puramente imaginario, bien evocado partiendo de individuos reales: en este último caso, la niña se contenta con amarle a distancia. En los recuerdos de Colette Audry (1) se hallará un excelente ejemplo de esas ensoñaciones infantiles; según cuenta, ella descubrió el amor a la edad de cinco años. (1) Aux Yeux du souvenir. Aquello, naturalmente, no tenía nada que ver con los pequeños placeres sexuales de la infancia, con la satisfacción que experimentaba, por ejemplo, al cabalgar sobre cierta silla del comedor o al acariciarme antes de quedarme dormida...

El único rasgo común entre el sentimiento y el placer consistía en que yo disimulaba cuidadosamente ambos a quienes me rodeaban... Mi amor por aquel joven consistía en pensar en él antes de dormirme, imaginándome historias maravillosas. En Privas, me enamoré sucesivamente de todos los jefes de gabinete de mi padre... Nunca me afligía demasiado su partida, porque apenas constituían más que un pretexto para fijar mis ensueños amorosos... Por la noche, cuando ya estaba acostada, me desquitaba de un exceso de juventud y timidez. Lo preparaba todo cuidadosamente, no me costaba ningún esfuerzo traérmelo allí, presente; pero de lo que se trataba era di transformarme yo misma, de manera que pudiese verme desde el interior, porque me convertía en ella y dejaba de ser yo. En primer lugar, yo era bella y tenía dieciocho años. Me ayudó mucho una caja de bombones: una larga caja de peladillas rectangular y aplastada que representaba a dos muchachas rodeadas de palomas. Yo era la morena de los ciertas, la del largo vestido de muselina. Nos había separado una ausencia de diez años. El regresaba algo envejecido, y la vista de aquella maravillosa criatura le trastornaba. Ella apenas parecía acordarse de él, y se mostraba llena de naturalidad, de indiferencia y de inteligencia. Compuse {277} para aquel primer encuentro conversaciones verdaderamente brillantes. Se sucedían los malentendidos, toda una conquista difícil, horas crueles de desaliento y celos para él. Al 124 124 fin, acorralado, confesaba su amor. Ella le escuchaba en silencio, y, cuando él lo creía todo perdido, le decía que jamás había dejado de amarle, y entonces se abrazaban un poco. La escena se desarrollaba generalmente en un banco del parque, por la noche. Veía las dos formas unidas, oía el murmullo de sus voces, percibía al mismo tiempo el cálido contacto de sus cuerpos. Pero, a partir de ahí, todo se diluía..., jamás llegaba al matrimonio (1)... A la mañana siguiente, pensaba un poco en ello mientras me lavaba. No sé por qué el rostro enjabonado que contemplaba en el espejo me encantaba (el resto del tiempo no me encontraba bonita) y me llenaba de esperanza. Habría contemplado durante horas enteras aquella faz nebulosa y un poco conmovida que parecía esperarme a lo lejos, en el camino del porvenir. Pero era preciso apresurarse; una vez que me hubiese enjugado, todo terminaba y volvía a encontrar mi trivial carita de niña que ya no me interesaba. (1) Frente a las figuraciones masoquistas de Marie Le Hardouin, las de Colette Audry son de un tipo sádico. Desea que el bienamado esté herido, en peligro, para salvarlo heroicamente, no sin antes haberle humillado. He ahí la nota personal y característica de una mujer que no aceptará jamás la pasividad y tratará de conquistar su autonomía de ser humano. Juegos y sueños orientan a la niña hacia la pasividad; pero, antes de hacerse mujer, es un ser humano; y ya sabe que aceptarse como mujer equivale a denegarse y mutilarse; si la negación es tentadora, la mutilación es odiosa. El Hombre, el Amor, están todavía muy lejos, en las brumas del porvenir; en el presente, la niña, al igual que sus hermanos, busca la actividad, la autonomía. El fardo de la libertad no es pesado para los niños, porque no implica responsabilidad; ellos se saben en seguridad al amparo de los adultos: no se sienten tentados por la huida. Su espontáneo impulso hacia la vida, su gusto por el juego, la risa y la aventura llevan a la niña a encontrar estrecho y asfixiante el círculo maternal. Querría escapar a la autoridad de su madre. Es una autoridad que se ejerce de manera mucho más cotidiana e íntima {278} que la que han de aceptar los chicos. Raros son los casos en que se muestra tan comprensiva y discreta como esa «Sido» que Colette pinta con amor.

Sin hablar de los casos cuasi patológicos -que son frecuentes (1)- en los que la madre es una suerte de verdugo, saciando en la niña su instinto de dominación y su sadismo, la niña es un objeto privilegiado frente al cual pretende afirmarse como sujeto soberano; esa protección lleva a la niña a encabritarse con rebeldía. Colette Audry ha descrito esta rebeldía de una niña normal contra una madre normal: (1) Véanse V. LEDUC: L’Asphyxie, S. DE TERVAGNES: La Haine maternelle, H. BAZIN: Vipère au poing. No habría podido responder con la verdad, por inocente que fuese esta, ya que jamás me sentía inocente delante de mamá. Ella era la gran persona esencial, y yo la detestaba tanto por eso, que todavía no estoy curada de ese aborrecimiento. Había en lo más hondo de mí una especie de herida tumultuosa y feroz que estaba segura de encontrar siempre en carne viva... No pensaba que fuese demasiado severa ni que no tuviese derecho a hacer lo que hacía. Pensaba simplemente: no, no, no, con todas mis fuerzas. No le reprochaba el hecho mismo de su autoridad, ni las órdenes o las prohibiciones arbitrarias, sino su deseo de hacerme entrar por el aro. Lo decía así algunas veces, y, cuando no lo decía, lo decían sus ojos, lo decía su voz. O bien contaba a otras damas que los niños son mucho más dóciles después de aplicarles un correctivo. Estas palabras se me quedaban atravesadas en la garganta, inolvidables: no podía vomitarlas, no podía tragarlas. Esta cólera era mi culpabilidad ante ella y también mi vergüenza ante mí misma (porque, en definitiva, ella me atemorizaba y yo no tenía en mi activo, a guisa de represalias, más que algunas palabras violentas o algunas insolencias), pero también mi gloria, a pesar de todo, mientras la herida estuviese allí y se mantuviese viva la muda 125 125 locura que me sobrevenía con solo repetir: pasar por el aro, docilidad, correctivo, humillación, no pasaré por el aro. La rebelión es tanto más violenta cuanto que a menudo la madre pierde su prestigio. Se presenta como la que espera {279}, la que sufre, la que se queja, la que llora, la que hace escenas: y, en la realidad cotidiana, ese ingrato papel no conduce a ninguna apoteosis; como víctima, es despreciada; como arpía, detestada; su destino aparece como el prototipo de la insulsa repetición: para ella, la vida no hace sino repetirse estúpidamente, sin ir a ninguna parte; obstinada en su papel de ama de casa, detiene la expansión de la existencia, es obstáculo y negación. Su hija desea ardientemente no parecérsele. Rinde culto a las mujeres que han escapado a la servidumbre femenina: actrices, escritoras, profesoras; se entrega con ardor a los deportes, al estudio; trepa a los árboles, se desgarra la ropa, trata de rivalizar con los chicos. Lo más frecuente es que elija una amiga del alma a la cual se confía; es una amistad exclusiva como una pasión amorosa y que generalmente implica el compartir secretos sexuales: las niñas se intercambian los informes que han logrado procurarse y los comentan. Sucede con bastante frecuencia que se forme un triángulo, cuando una de las niñas se enamora del hermano de su amiga. Así, Sonia, en Guerra y paz, es la amiga del alma de Natacha, de cuyo hermano Nicolás está enamorada.

En todo caso, esa amistad se rodea de misterio; por lo común, la niña, en ese período, gusta de tener secretos: de la cosa más insignificante hace un secreto; así reacciona contra los tapujos que oponen a su curiosidad; también es una manera de darse importancia, cosa que busca por todos los procedimientos; procura intervenir en la vida de las personas mayores, inventa a su propósito novelas en las cuales no cree más que a medias y en las que desempeña un papel importantísimo. Con sus amigas, afecta responder con el desprecio al desprecio de los muchachos; forman rancho aparte, ríen y se mofan de ellos. Pero, en realidad, se siente halagada cuando la tratan en pie de igualdad y busca su aprobación. Le gustaría pertenecer a la casta privilegiada. El mismo movimiento que, en las hordas primitivas, somete la mujer a la supremacía masculina, se traduce en cada nueva iniciada por un rechazo de su suerte: en ella, la trascendencia condena lo absurdo de la inmanencia. La irrita {280} verse vejada por las normas de la decadencia, embarazada por sus ropas, esclavizada por los cuidados de la casa, detenida en todos sus impulsos; sobre este punto se han hecho multitud de encuestas; todas ellas han arrojado, poco más o menos, el mismo resultado (1): todos los chicos -como Platón en otro tiempo- declaran que les hubiera horrorizado ser niñas, y casi todas las niñas se muestran desoladas por no ser chicos. Según las estadísticas elaboradas por Havelock Ellis, de cada cien niños, solamente uno desearía ser niña, mientras que más del 75 por 100 de las niñas hubieran preferido cambiar de sexo. Según una encuesta de Karl Pipal (de la que habla Baudouin en su obra L'âme enfantine), de veinte muchachos de doce a catorce años, dieciocho dijeron que preferirían ser cualquier cosa antes que niñas, y de veintidós niñas, diez hubieran deseado ser niños; ellas exponían las razones siguientes: «Los varones están mejor: no tienen que sufrir como las mujeres... Mi madre me querría más... Un muchacho hace trabajos más interesantes... Un chico tiene más capacidad para estudiar... Me divertiría asustando a las chicas... Ya no tendría miedo a los chicos... Son más libres... Los juegos de los chicos son más divertidos... A ellos no les estorba la ropa...» Esta última observación se repite con frecuencia: las niñas se quejan casi todas de que las molestan sus ropas, de que no tienen libertad de movimientos, de verse obligadas a vigilar sus faldas o sus vestidos claros, tan fáciles de manchar. Hacia los diez o doce años, la mayor parte de las niñas son verdaderamente «chicos frustrados», es decir, niñas a quienes falta la licencia para ser varones. No solo sufren esto como una privación y una injusticia, sino que el régimen al cual se las condena es insano. La exuberancia de la vida tropieza en ellas con barreras, su vigor no empleado se torna nerviosismo; sus {281} ocupaciones, demasiado juiciosas, no consumen su exceso de energía; se aburren, y, por aburrimiento y para compensar la inferioridad que padecen, se abandonan a ensueños morosos y novelescos; toman gusto a esas evasiones fáciles y pierden el sentido de la realidad; se entregan a sus emociones con una exaltación desordenada; a falta de obrar, 126 126 hablan, mezclan de buen grado conversaciones serias con palabras sin pies ni cabeza; abandonadas, «incomprendidas», buscan consuelo en sentimientos narcisistas: se consideran heroínas de novela, se admiran a sí mismas y se lamentan; es natural que se hagan coquetas y comediantas, defectos estos que se acentuarán en el momento de la pubertad. Su malestar se traduce en impaciencias, crisis de cólera, lágrimas; tienen gusto por las lágrimas -gusto que conservan después muchas mujeres-, en gran parte porque les agrada representar el papel de víctimas: se trata, al mismo tiempo, de una protesta contra la dureza del destino y de una manera de presentarse bajo un aspecto conmovedor. «A las niñas les gusta tanto llorar, que he conocido algunas que iban a llorar delante de un espejo para gozar doblemente con sus lágrimas», cuenta monseñor Dupanloup. La mayor parte de sus dramas conciernen a sus relaciones con la familia; tratan de romper sus vínculos con la madre: tan pronto le son hostiles como conservan una aguda necesidad de su protección; querrían acaparar el amor del padre; son celosas, susceptibles, exigentes.

A menudo inventan novelas; se imaginan que son niñas adoptadas, que sus padres no son sus verdaderos padres; les atribuyen una vida secreta; sueñan con sus relaciones; se imaginan de buen grado que el padre es un hombre incomprendido, desdichado, que no encuentra en su mujer la compañera ideal que su hija sabría ser para él; o, por el contrario, que la madre le encuentra con razón grosero y brutal, que siente horror ante la idea de toda relación física con él. Fantasmas, comedias, pueriles tragedias, falsos entusiasmos, rarezas; la razón de todo ello hay que buscarla, no en una misteriosa alma femenina, sino en la situación concreta de la niña. (1) Hay excepción, por ejemplo, en una escuela suiza, donde niños y niñas participan de la misma educación mixta, en privilegiadas condiciones de comodidad y libertad, y todos ellos se han declarado satisfechos. Pero tales circunstancias son excepcionales. Seguramente, las niñas podrían ser tan felices como los niños; pero el hecho es que, en la sociedad actual, no lo son. Para un individuo que se experimenta como sujeto, autonomía {282}, trascendencia, como un absoluto, es una extraña experiencia descubrir en sí mismo, a título de esencia dada, la inferioridad: es una extraña experiencia para quien se plantea ante sí como el Uno, verse revelado a sí mismo como disimilitud. Eso es lo que le sucede a la niña cuando, al hacer el aprendizaje del mundo, se capta en él como mujer. La esfera a la cual pertenece está cerrada por todas partes, limitada, dominada por el universo masculino: por alto que se ice, por lejos que se aventure, siempre habrá un techo sobre su cabeza y unas paredes que le impedirán el paso. Los dioses del hombre se hallan en un cielo tan lejano, que, en verdad, para él, no hay dioses: la niña, en cambio, vive entre dioses de rostro humano.

Esta situación no es única. Es también la que conocen los negros de Norteamérica, parcialmente integrados en una civilización que, no obstante, los considera como una casta inferior; lo que Big Thomas (1) experimenta con tanto rencor en la aurora de su vida es esa inferioridad definitiva, esa disimilitud maldita que se inscribe en el color de su piel: contempla el paso de los aviones y sabe que, porque es negro, el cielo le está prohibido. Porque es hembra, la niña sabe que el mar y los polos, que mil aventuras, mil gozos, le están prohibidos: ha nacido del lado malo. La gran diferencia consiste en que los negros sufren su suerte en la revuelta: ningún privilegio compensa su dureza; en cambio, a la mujer se le invita a la complicidad. Ya he recordado (2) que, junto a la auténtica reivindicación del sujeto que se quiere en soberana libertad, hay en el existente un deseo inauténtico de dimisión y de huida; son las delicias de la pasividad, que padres y educadores, libros y mitos, mujeres y hombres hacen espejear ante los ojos de la pequeña; durante los primeros años de su infancia, ya se le enseña a gustar esas delicias; la tentación se hace cada vez más insidiosa, y ella cede tanto más fatalmente cuanto que el impulso de su trascendencia choca con las más severas resistencias. Pero {283}, al aceptar su pasividad, acepta también sufrir sin resistencia un destino que le van a imponer desde fuera, y esa fatalidad la espanta. Ya sea ambicioso, aturdido o tímido, el joven se lanza hacia un porvenir abierto; será marino o ingeniero, 127 127 permanecerá en el campo o marchará a la ciudad, verá mundo, se hará rico; se siente libre ante un porvenir donde le esperan oportunidades imprevistas. La niña llegará a ser esposa, madre, abuela; tendrá la casa exactamente igual que lo ha hecho su madre; cuidará a sus hijos como la cuidaron a ella; tiene doce años y su historia ya está inscrita en el cielo; la descubrirá día tras día, sin hacerla jamás, siente curiosidad, pero se asusta cuando evoca esa vida cuyas etapas, todas, están previstas de antemano y hacia la cual la encamina ineluctablemente cada jornada. (1) Véase R. WRIGHT: Native Son. (2) Véase anteriormente, pág. 25. Por eso a la niña le preocupan los misterios sexuales mucho más todavía que a sus hermanos; ciertamente, a ellos también les interesan apasionadamente, pero, en su porvenir, el papel de marido y de padre no es el que más le preocupa; en el matrimonio, en la maternidad, lo que está en juego es el destino entero de la pequeña, y, desde que empieza a presentir sus secretos, su cuerpo se le aparece odiosamente amenazado. La magia de la maternidad se ha disipado: que haya sido informada más o menos temprano, de manera más o menos coherente, ella sabe que el niño no aparece por azar en el vientre materno y que no es un golpe de varita mágica el que lo hace salir de allí; entonces se interroga a sí misma con angustia. A menudo, ya no le parece maravilloso, sino horrendo, que un cuerpo parásito deba proliferar en el interior de su cuerpo; la idea de aquella monstruosa hinchazón la espanta. ¿Y cómo saldrá el bebé? Aunque nadie le haya hablado nunca de los gritos y sufrimientos de la maternidad, ha sorprendido conversaciones, ha leído las palabras bíblicas: «Parirás con dolor»; presiente torturas que no podría ni siquiera imaginar; inventa extrañas operaciones en la región del ombligo; si supone que el feto será expulsado por el ano, no por ello se siente más tranquila: algunas muchachitas han sufrido crisis de estreñimiento neurótico, cuando han creído descubrir el proceso del nacimiento. Las explicaciones exactas no serán de gran ayuda, porque van a atormentarla imágenes de hinchazón, desgarramientos y hemorragia. La muchacha será tanto más sensible a esas visiones cuanto más imaginativa sea; pero ninguna podrá encararlas sin estremecerse. Colette cuenta que su madre la encontró desvanecida después de haber leído en una novela de Zola la descripción de un nacimiento.

El autor pintaba el parto «con un crudo y brusco lujo de detalles, una minuciosidad anatómica, una complacencia en el color, la actitud y el grito, en los que no reconocí nada de mi tranquila experiencia de joven campesina. Me sentí invadida de credulidad, despavorida, amenazada en mi destino de pequeña hembra... Otras palabras pintaban ante mis ojos la carne rasgada, el excremento, la sangre sucia... El césped me recogió tendida y desmadejada como una de aquellas pequeñas liebres que los cazadores furtivos llevaban, recién muertas, a la cocina». Las palabras tranquilizadoras que ofrecen las personas mayores dejan inquieta a la niña; al crecer, aprende a no creer ya en la palabra de los adultos; con frecuencia ha sido sobre los misterios mismos de la generación donde ha descubierto sus mentiras; y sabe igualmente que ellos consideran normales las cosas espantosas; si ha experimentado algún choque físico violento, como una extirpación de amígdalas, una extracción dental, un panadizo abierto con el bisturí, proyectará sobre el parto la angustia cuyo recuerdo ha conservado. El carácter físico del embarazo y del parto sugiere inmediatamente que entre los esposos sucede algo de tipo físico. La palabra «sangre», que a menudo se encuentra en expresiones tales como «hijo de la misma sangre, pura sangre, sangre mezclada», orienta en ocasiones la imaginación infantil; se supone que el matrimonio va acompañado de alguna transfusión solemne. Pero lo más frecuente es que la «cosa física» aparezca ligada al sistema urinario y excretorio; en particular los niños suponen de buen grado que el hombre orina dentro de la 128 128 mujer. Se piensa en la operación sexual como en una cosa sucia. Eso es lo que trastorna al niño, para quien las cosas «sucias» siempre han estado rodeadas de los más severos tabúes: así, pues, ¿cómo sucede que los adultos las integren en su vida? Al principio, el niño está defendido contra el escándalo por lo absurdo mismo de lo que descubre: no encuentra sentido alguno a lo que oye contar, a lo que lee, a lo que ve; todo le parece irreal. En el encantador libro de Carson Mac Cullers titulado The member of the wedding, la joven heroína sorprende en el lecho a dos vecinos desnudos; la anomalía misma del caso impide que le conceda la menor importancia. Era un domingo de verano, y la puerta de los Marlowe estaba abierta.

Ella solo podía ver una parte de la habitación, una parte de la cómoda y únicamente el pie de la cama, sobre el que estaba tirado el corsé de la señora Marlowe. Pero en la tranquila estancia sonaba un ruido que ella no identificaba, y, cuando avanzó hasta el umbral, quedó asombrada ante un espectáculo que al primer vistazo la hizo precipitarse hacia la cocina gritando: «¡El señor Marlowe tiene una crisis!» Berenice se había precipitado hacia el vestíbulo, pero cuando miró en la habitación, no hizo más que apretar los labios y cerró la puerta de golpe... Frankie había tratado de preguntar a Berenice para descubrir lo que era aquello. Pero Berenice se había limitado a contestar que era gente vulgar y había añadido que, por consideración a cierta persona, al menos deberían haber cerrado la puerta. Frankie sabía quién era aquella persona, y, sin embargo, no comprendía nada. ¿Qué clase de crisis era aquélla?, preguntó. Pero Berenice respondió únicamente: «Mi pequeña, no ha sido más que una crisis normal.» Y Frankie comprendió por el tono de su voz que no le decía todo. Más tarde, solo recordó a los Marlowe como gente vulgar... Cuando se previene a los niños contra los desconocidos, cuando delante de ellos se interpreta un incidente sexual, se les habla de buen grado de enfermos, de maníacos, de locos; es una explicación cómoda; la muchachita palpada por su vecino de butaca en el cine, aquella otra delante de la cual un transeúnte se desabrocha la bragueta, piensan que han {286} tenido que habérselas con locos; ciertamente, el encuentro con la locura es desagradable: un ataque de epilepsia, una crisis de histerismo, una discusión violenta, revelan los defectos en el orden del mundo de los adultos, y el niño que es testigo de ellos se siente en peligro; pero, en fin, lo mismo que en una sociedad armoniosa hay vagabundos, mendigos, tullidos de llagas horrendas, también puede haber ciertos anormales, sin que los fundamentos de aquella se resquebrajen. El niño sólo siente verdadero miedo cuando sospecha que los padres, los amigos y los maestros celebran a escondidas misas negras. Cuando me hablaron por primera vez de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, yo declaré que era imposible, ya que mis padres también deberían tenerlas y yo los estimaba demasiado para creerlo. Dije que era demasiado repugnante para que yo lo hiciese jamás. Desgraciadamente, había de desengañarme poco después, al oír lo que hacían mis padres...

Aquel momento fue espantoso; me tapé la cabeza con las sábanas, me taponé los oídos y deseé estar a mil kilómetros de allí (1). (1) Citado por el doctor LIEPMANN: Jeunesse et sexualité. ¿Cómo pasar de la imagen de gentes vestidas y dignas, esas gentes que enseñan la decencia, la reserva, la razón, a la de dos bestias desnudas que se enfrentan? Hay ahí una oposición de los adultos consigo mismos que sacude su pedestal y entenebrece el cielo. A menudo el niño rechaza obstinadamente la odiosa revelación: «Mis padres no hacen eso», declara. O bien procura formarse del coito una imagen decente: «Cuando los padres quieren tener un niño -decía una pequeña-, van al médico, se desnudan, se vendan los ojos, porque no hay que mirar; luego, el médico los junta y ayuda para que todo marche bien»; había convertido el acto amoroso en una operación quirúrgica, sin duda poco agradable, pero tan honorable como una visita al dentista. Sin embargo, y pese a negativas y huidas, el malestar y la duda se 129 129 insinúan en el corazón del niño; se produce un fenómeno tan {287} doloroso como el del destete: ya no es que se arranque al niño de la carne materna, sino que a su alrededor se derrumba el universo protector; se encuentra sin techo sobre su cabeza, abandonado, absolutamente solo ante un porvenir poblado de tinieblas.

Lo que aumenta la angustia de la niña es que no logra discernir exactamente los contornos de la equívoca maldición que pesa sobre ella. Los informes obtenidos son incoherentes, contradictorios los libros; ni siquiera las exposiciones técnicas disipan las densas sombras; se plantean cien preguntas: ¿Es doloroso el acto sexual? ¿Es delicioso? ¿Cuánto tiempo dura? ¿Cinco minutos o toda la noche? A veces se lee que una mujer se ha convertido en madre después de un solo abrazo, y otras veces, en cambio, permanece estéril después de muchas horas de voluptuosidad. ¿La gente «hace eso» todos los días? ¿O lo hace raras veces? El niño trata de informarse leyendo la Biblia, consultando diccionarios, interrogando a camaradas ...; tantea en medio de la oscuridad y la repugnancia. Sobre este punto, un documento interesante es la encuesta llevada a cabo por el doctor Liepmann; he aquí las respuestas que dieron algunas jovencitas respecto a su iniciación sexual: Seguía errando con mis ideas nebulosas y extravagantes. Nadie abordaba el tema, ni mi madre, ni la maestra de escuela; ningún libro trataba la cuestión a fondo. Poco a poco, se tejía una especie de misterio, de peligro y de fealdad en torno al acto que en principio me pareciera tan natural. Las chicas que ya tenían doce años se servían de groseras bromas para tender una suerte de puente entre ellas y nuestras compañeras de clase. Todo ello era todavía tan vago y repelente, que se discutía respecto al lugar en que se formaban los niños, y si la cosa no tenía lugar más que una sola vez en el hombre, puesto que el matrimonio era la ocasión de semejante barahúnda. Mis reglas, que aparecieron cuando tenía quince años, fueron una nueva sorpresa para mí. Me vi arrastrada, a mi vez, de algún modo, a la ronda... ... ¡Iniciación sexual! He ahí una expresión a la que no debía aludirse en casa de nuestros padres... Yo buscaba en los libros, pero me atormentaba y enervaba buscando sin saber {288} dónde hallar el camino a seguir...

Yo iba a una escuela de niños, pero esa cuestión no parecía existir para el maestro. La obra de Horlam Garçonnet et fillette me reveló, al fin, la verdad. Mi estado de crispación, de sobrexcitación insoportable, se disipó, aunque entonces fuese muy desdichada y necesitase mucho tiempo para reconocer y comprender que únicamente el erotismo y la sexualidad constituyen el verdadero amor. Etapas de mi iniciación: I. Primeras preguntas y algunas vagas nociones (en modo alguno satisfactorias). Desde los tres años y medio hasta los once... Ninguna respuesta a las preguntas que formulé durante los años siguientes. Cuando tenía siete años, al dar de comer a mi coneja, vi de pronto arrastrarse debajo de ella a unos conejitos completamente desnudos... Mi madre me dijo que entre los animales y también entre las personas, los pequeñuelos crecen en el vientre de la madre y salen por un costado. Aquel nacimiento por el costado me pareció irrazonable... Una niñera me contó muchas cosas sobre el embarazo, la gestación, la menstruación... En fin, a la última pregunta que le hice a mi padre sobre su función real, me respondió con oscuras historias respecto al polen y los pistilos. II. Algunos ensayos de iniciación personal (once a trece años). Descubrí una enciclopedia y una obra de medicina... No fue más que una lección teórica constituida por gigantescas y extrañas palabras. III. Control de los,. conocimientos adquiridos (trece a veinte años): a) en la vida. cotidiana; b) en los trabajos científicos. Cuando tenía ocho años, jugaba a menudo con un chico de mi edad. Una vez abordamos el tema. Yo sabía ya, porque mi madre me lo había dicho, que una mujer tiene muchos 130 130 huevos en el cuerpo... y que un niño nacía de uno de aquellos huevos cada vez que la madre experimentaba un vivo deseo de tenerlo... Habiendo dado la misma explicación a mi pequeño camarada, recibí de él esta respuesta: «¡Eres tonta de remate! Cuando nuestro carnicero y su mujer quieren tener un hijo, se meten en la cama y hacen guarrerías.» Me indigné... Teníamos nosotros a la sazón (hacia los doce años y medio) una criada que nos contaba toda suerte de feas historias. Yo no le decía nada a mamá, porque me daba vergüenza, pero le pregunté si se tiene un hijo cuando {289} una se sienta en las rodillas de un hombre.

Ella me lo explicó todo del mejor modo posible. En la escuela me enteré de dónde salían los niños y tuve la impresión de que era espantoso. Pero ¿cómo venían al mundo? Las dos nos hacíamos una idea en cierto modo monstruosa del asunto, sobre todo después de que, yendo a la escuela en una mañana de invierno, en plena oscuridad, nos encontramos con un hombre que nos mostró sus partes sexuales y nos dijo, mientras se acercaba a nosotras: «¿No os parece que está para comérsela?» Sentimos una repugnancia indecible y experimentamos verdaderas náuseas. Hasta los veintiún años, me imaginé que la venida al mundo de los niños se efectuaba por el ombligo. Una niña me llevó aparte y me preguntó: «¿Tú sabes de dónde salen los niños?» Finalmente, se decidió a declarar: «¡Caramba, qué tonta eres! Los niños salen del vientre de las mujeres, y, para que vengan al mundo, ellas tienen que hacer con los hombres una cosa completamente repugnante.» Después de lo cual, me explicó con más detalle aquella cosa repugnante. Sin embargo, yo me negaba rotundamente a considerar posible que sucediesen tales cosas. Dormíamos en la misma habitación que mis padres... Una de las noches que siguieron a aquella conversación, oí que se producía lo que. no había creído posible, y entonces tuve vergüenza, sí, tuve vergüenza de mis padres... Todo aquello hizo de mí otro ser. Experimentaba terribles padecimientos morales. Me juzgaba una criatura profundamente depravada por estar ya al corriente de tales cosas. Preciso es decir que ni siquiera una enseñanza coherente resolverla el problema; pese a toda la buena voluntad de padres y maestros, no podría encerrarse en palabras y conceptos la experiencia erótica; esa experiencia no se comprende más que viviéndola; todo análisis, aunque fuese el más serio del mundo, ofrecería un aspecto humorístico y no lograría hacer patente toda la verdad. Cuando, a partir de los poéticos amores de las flores, de las nupcias de los peces, pasando por el pollito, el gato, el cabrito, nos hayamos elevado hasta la especie humana, se puede aclarar perfectamente el misterio de la generación desde un punto de vista {290} teórico: el de la voluptuosidad y el amor sexual permanece intacto. ¿Cómo explicar a una niña sin vivencias eróticas el placer de una caricia o un beso? En familia se dan y reciben besos, a veces incluso en los labios: ¿por qué en ciertos casos ese encuentro de las mucosas provoca vértigo? Es como describir colores a un ciego. En tanto falte la intuición de la turbación y el deseo que da a la función erótica su sentido y su unidad, los diferentes elementos de la misma parecerán chocantes, monstruosos. En particular, la niña se subleva cuando comprende que es virgen y está sellada, y que para transformarse en mujer será preciso que la penetre un sexo de hombre. Como el exhibicionismo es una perversión bastante extendida, muchas niñas han visto penes en erección; en todo caso, han observado sexos de animales, y es lamentable que el del caballo atraiga sus miradas tan a menudo; se concibe que las espante.

Temor al parto, temor al sexo masculino, temor a las «crisis» que amenazan a las personas casadas, disgusto por las prácticas sucias, irrisión con respecto a los gestos desprovistos de toda significación...; todo eso lleva con frecuencia a la niña a declarar: «Yo no me casaré nunca» (1). Esa es la defensa más segura contra el dolor, la locura, la obscenidad. En vano se tratará de explicarle que, llegado el día, ni la desfloración ni el parto le parecerán tan terribles, que millones de mujeres se han resignado a ello y ya no lo pasan mal. Cuando un niño tiene miedo de un acontecimiento exterior, se le libra de él, pero se le predice {291} que más adelante lo aceptará de la manera más natural: es a él mismo a quien 131 131 teme entonces volver a encontrar alienado, extraviado, en el fondo del porvenir. Las metamorfosis de la oruga que se hace crisálida y mariposa ponen malestar en el corazón: ¿sigue siendo la misma oruga después de tan largo sueño? ¿Se reconoce bajo aquellas alas brillantes? He conocido niñas a quienes la vista de una crisálida sumía en un ensueño estupefacto. (1) «Colmada de repugnancia, suplicaba a Dios que me otorgase una vocación religiosa que me permitiese no cumplir las leyes de la maternidad. Y, tras haber meditado largamente sobre los repugnantes misterios que ocultaba yo a mi pesar, reafirmada por tanta repulsión como por un signo divino, concluí: la castidad es, ciertamente, mi vocación», escribe Yassu Gauclère en L'orange bleue. Entre otras, la idea de la perforación la horrorizaba. «¡Así, pues, era aquello lo que hacía terrible la noche de bodas! Semejante descubrimiento me trastornó por completo, añadiendo a la repugnancia que ya sentía anteriormente el terror físico de esa operación, que me imaginaba extremadamente dolorosa. Mi terror habría crecido de punto si hubiese supuesto que por esa vía se efectuaba el nacimiento; pero, aunque sabía desde hacía mucho tiempo que los niños nacen del vientre de su madre, creía que se desprendían del mismo por segmentación.» Y, sin embargo, la metamorfosis se opera.

La niña ni siquiera conoce su sentido, pero se da cuenta de que, en sus relaciones con el mundo y con su propio cuerpo, algo está cambiando sutilmente: se ha sensibilizado respecto a gustos, contactos, olores que antes la dejaban indiferente; pasan por su cabeza imágenes extravagantes; en los espejos le cuesta trabajo reconocerse; se siente «extraña», las cosas tienen un aire «raro»; tal sucede con la pequeña Emily, a quien Richard Hughes describe en Huracán en Jamaica: Para refrescarse, Emily se había sentado en el agua hasta el vientre, y centenares de pececillos cosquilleaban con sus bocas curiosas cada pulgada de su cuerpo; hubiérase dicho leves besos desprovistos de sentido. En estos últimos tiempos, había empezado a detestar que nadie la tocase, pero esto era abominable. No pudo soportarlo más: salió del agua y se vistió. Hasta la armoniosa Tessa, de Margaret Kennedy, conoce esa extraña turbación: De pronto, se había sentido profundamente desgraciada. Sus ojos miraron fijamente la oscuridad del vestíbulo, partido en dos por la luz de la luna que penetraba como un torrente a través de la puerta abierta. No pudo aguantar más. Se levantó de un salto, lanzando un gritito exagerado: «¡Oh! -exclamó- ¡Cómo odio a todo el mundo!» Corrió luego a ocultarse en la montaña, asustada y furiosa, perseguida por un triste presentimiento que parecía llenar la casa tranquila y callada. Mientras tropezaba por el sendero, volvió a murmurar para sus adentros: «Quisiera morirme, quisiera estar muerta. {292}» Sabía que no pensaba lo que decía, no tenía el menor deseo de morir. Pero la violencia de sus palabras parecía satisfacerla... En el ya citado libro de Carson Mac Cullers se describe ampliamente ese inquietante momento: Fue el verano en que Frankie se sentía asqueada y fatigada de ser Frankie. Se odiaba a sí misma, se había convertido en una vagabunda y una inútil que no servía para nada, que no hacía más que rondar por la cocina: sucia y hambrienta, miserable y triste. Y, además, era una criminal... Aquella primavera había sido una estación muy rara, que no acababa nunca. Las cosas empezaron a cambiar, y Frankie no comprendía ese cambio... En los árboles verdeantes y en las flores de abril había algo que la entristecía. No sabía 132 132 por qué estaba triste; pero, a causa de aquella singular tristeza, pensó que debería haberse marchado de la ciudad... Tenía que haberse marchado de la ciudad y haberse ido muy lejos. Porque aquel año la tardía primavera se había mostrado displicente y almibarada. Las largas tardes fluían lentamente y la verde dulzura de la estación la asqueaba...

Muchas cosas le hacían sentir de pronto deseos de llorar. Por la mañana temprano, salía a veces al patio y permanecía allí largo rato contemplando la aurora; y era como una interrogante que naciese en su corazón, pero el cielo no respondía. Cosas en las que antes no había reparado nunca, empezaron a conmoverla: las luces de las casas que percibía por la noche mientras paseaba, una voz desconocida que salía de un callejón. Contemplaba las luces, escuchaba la voz y algo en su interior se erguía expectante. Pero las luces se apagaban, la voz se callaba, y, pese a su espera, eso era todo. Tenía miedo de aquellas cosas que le hacían preguntarse de pronto quién era ella y qué sería de ella en este mundo, y por qué se encontraba allí, viendo una luz o escuchando una voz o contemplando fijamente el firmamento: sola. Tenía miedo y el pecho se le oprimía extrañamente. ... Paseaba por la ciudad y las cosas que veía y oía parecían inacabadas, y la invadía aquella angustia. Se apresuraba a hacer algo: pero nunca era lo que debería haber hecho... Tras los largos crepúsculos de la estación, cuando había caminado por toda la ciudad, sus nervios vibraban como un {293} aire de jazz melancólico; su corazón se endurecía y hasta parecía que se paraba. Lo que sucede en ese confuso período es que el cuerpo infantil se torna cuerpo de mujer y se hace carne. Salvo en casos de deficiencia glandular en que el sujeto se estanca en el estadio infantil, la crisis de pubertad se inicia hacia los doce o los trece años (1). Dicha crisis empieza mucho antes para la niña que para el niño y comporta cambios mucho más importantes. La niña la aborda con inquietud, con disgusto.

En el momento en que se desarrollan los senos y el sistema piloso, nace un sentimiento que a veces se transforma en orgullo, pero que originariamente es de vergüenza; de pronto, la niña manifiesta pudor, rehusa mostrarse desnuda incluso a sus hermanas o a su madre, se examina con un asombro mezclado de horror y espía con angustia la hinchazón de ese núcleo duro, poco doloroso, que aparece debajo de los pezones, antes tan inofensivos como un ombligo. Se inquieta al sentir en ella un punto vulnerable: sin duda esa magulladura es bien ligera al lado de los sufrimientos de una quemadura, de un dolor de muelas; pero, accidentes o enfermedades, los dolores eran siempre anomalías; en cambio, el pecho joven está ahora normalmente habitado por no se sabe qué sordo rencor. Algo va a pasar que no es una enfermedad, que está implícito en la ley misma de la existencia y que, sin embargo, es lucha, desgarramiento.

Ciertamente, desde el nacimiento hasta la pubertad, la niña ha crecido, pero ella no se ha sentido nunca crecer: día tras día, su cuerpo estaba presente para ella como una cosa exacta, acabada; ahora, ella «se forma»: el verbo mismo le causa horror; los fenómenos vitales solo son tranquilizadores cuando han hallado equilibrio y han revestido el aspecto definitivo de una flor lozana, de un animal lustroso; pero en el apuntamiento de su pecho, la niña experimenta lo ambiguo de la palabra viviente. No es ni oro ni diamante, sino una extraña {294} materia, mutante, incierta, en el corazón de la cual se elaboran impuras alquimias. Está habituada a una cabellera que se despliega con la tranquilidad de una madeja de seda; pero esa vegetación nueva en las axilas y en el bajo vientre la metamorfosea en animal o alga. Aunque esté más o menos advertida, presiente en esos cambios una finalidad que la arranca de sí misma; hela ahí lanzada a un ciclo vital que desborda el momento de su propia existencia, y adivina una dependencia que la destina al hombre, al hijo, a la tumba. Por sí mismos, los senos aparecen como una proliferación inútil, indiscreta. Brazos, piernas, piel, músculos, incluso las redondas nalgas sobre las cuales se sienta, todo tenía hasta entonces un uso claro; solamente el sexo definido como órgano urinario era un órgano un tanto turbio, pero secreto, invisible para los demás. Debajo del jersey o de la blusa, los senos se manifiestan, y aquel cuerpo que la pequeña confundía consigo misma aparece como carne; es un objeto que los demás miran y ven. 133 133 «Durante dos años he llevado esclavina para disimular el pecho; tanto me avergonzaba de ello», me dijo una mujer. Y otra: «Todavía me acuerdo de la extraña turbación que experimenté cuando una amiga de mi misma edad, pero más desarrollada que yo, se agachó para recoger una pelota y percibí por la abertura de su escote dos senos ya formados: a través de aquel cuerpo tan próximo al mío, y sobre el cual iba a modelarse el mío, me ruboricé de mí misma.» «A los trece años, me paseaba con las piernas desnudas y un vestido corto -me dijo otra mujer-. Un hombre hizo una reflexión socarrona respecto a mis gruesas pantorrillas. A la mañana siguiente, mamá me hizo ponerme medias y ordenó que alargasen mis faldas; pero nunca olvidaré el choque que recibí de pronto al verme vista.» La niña percibe que su cuerpo se le escapa, ya no es la clara expresión de su individualidad; se le vuelve extraño; y, al mismo tiempo, se siente tomada por otros como si fuese una cosa: en la calle, la siguen con la mirada, se comenta su anatomía; querría hacerse invisible; tiene miedo de hacerse carne y miedo de mostrarla. (1) En el capítulo primero del volumen 1 hemos descrito sus procesos propiamente fisiológicos. Esa repulsión se traduce en multitud de muchachas en {295} una voluntad de adelgazar: se niegan a comer; si se las obliga a ello, padecen vómitos; vigilan su peso sin cesar. Otras se vuelven enfermizamente tímidas; entrar en un salón y hasta salir a la calle es para ellas un suplicio.

A partir de ahí se desarrollan a veces psicosis. Un ejemplo típico es el de la enferma que, en Les obsessions et la psychasthénie, describe Janet con el nombre de Nadia: Nadia era una joven de familia rica, y notablemente inteligente; elegante, artista, era sobre todo una excelente intérprete musical; pero desde la infancia siempre se mostró testaruda e irritable: «Le importaba enormemente que la amasen y reclamaba un amor loco de todo el mundo, de sus padres, de sus hermanas, de sus criados; pero, tan pronto como obtenía un poco de afecto, se mostraba de tal modo exigente, tan sumamente dominante, que la gente no tardaba en alejarse de su lado; horriblemente susceptible, las burlas de sus primos, que deseaban cambiarle el carácter, la comunicaron un sentimiento de vergüenza que se localizó en su cuerpo.» Por otra parte, su necesidad de ser amada le inspiraba el deseo de seguir siendo niña, de ser siempre una pequeñuela a quien se mima y que puede exigirlo todo; en una palabra, le inspiraba terror la idea de crecer... La llegada precoz de la pubertad agravó singularmente las cosas al mezclar los temores del pudor con el miedo a crecer: puesto que a los hombres les gustan las mujeres gruesas, yo quiero ser siempre extremadamente delgada. Los terrores por el vello del pubis y el desarrollo del pecho vinieron a añadirse a los temores precedentes. Desde la edad de once años, como llevaba faldas cortas, le parecía que todo el mundo la miraba; le pusieron faldas largas y tuvo vergüenza de sus pies, de sus caderas, etc. La aparición de las reglas la volvió medio loca; cuando el vello del pubis empezó a crecer, tuvo el convencimiento de que estaba sola en el mundo con aquella monstruosidad y hasta la edad de veinte años se afanó en depilarse «para hacer desaparecer aquel ornamento de salvajes». El desarrollo del pecho agravó esas obsesiones, porque siempre había sentido horror por la obesidad; no la detestaba en otras, pero estimaba que para ella habría sido una tara. «No me importa no ser bonita, pero me darla demasiada vergüenza {296} si llegara a hincharme, eso me horrorizaría; si, por desgracia, engordase, no me atrevería a presentarme ante nadie.» Entonces se puso a buscar todos los medios posibles para no crecer, se rodeó de toda suerte de precauciones, se ligó con juramentos, se entregó a conjuros: juraba recomenzar cinco o diez veces una oración, o saltar cinco veces sobre un solo pie. «Si toco cuatro veces una nota de piano en el mismo trozo, consiento en crecer y no ser amada nunca más por nadie.»

Terminó por decidir que no comería. «No quería engordar, ni crecer, ni parecerme a una mujer, 134 134 porque hubiera querido seguir siendo siempre niña.» Promete solemnemente no aceptar ya ningún alimento; sin embargo, ante las súplicas de su madre, quebranta ese voto, pero entonces se la ve horas enteras de rodillas, escribiendo juramentos y luego desgarrándolos. Tras la muerte de su madre, sobrevenida cuando ella tenía dieciocho años, se impone el régimen siguiente: dos platos de sopa clarita, una yema de huevo, una cucharada de vinagre, una taza de té con el jugo de un limón entero: he ahí todo cuanto ingerirá en el curso del día. El hambre la devora. «A veces pasaba horas enteras pensando en la comida, tanta hambre tenía: me tragaba la saliva, masticaba el pañuelo, rodaba por el suelo, tanta era mi ansia por comer.» Pero resistía las tentaciones. Aunque era bonita, pretendía que tenía el rostro abotargado y cubierto de granos; si el médico afirmaba que no los veía, ella decía que no entendía nada, que no sabía «reconocer esos granos que están entre la piel y la carne». Terminó por apartarse de la familia y encerrarse en un pequeño apartamento donde no veía más que a la enfermera y el médico; no salía jamás; solo difícilmente aceptaba la visita de su padre; este provocó una grave recaída de la joven al decirle un día que tenía buen aspecto; temía ponerse gruesa, tener una tez deslumbrante y fuertes músculos. Vivía casi siempre en la oscuridad, hasta tal punto le resultaba intolerable ser vista o incluso estar visible. Con mucha frecuencia, la actitud de los padres contribuye a inculcar en la niña la vergüenza de su aspecto físico. Una mujer declara (1) {297}: (1) STEKEL: La femme frigide.