Mercurio, Argos e Io



1. Mirar

2. Escuchar

Esta vez Zeus se había prendado de Io, hija del río Inaco. Un día, mientras ella salía del regazo de su padre, el dios la abordó y la invitó a adentrarse en el bosque. Io trataba de huir de Zeus, pero este le insistía en que nadie podría hacerle daño en su presencia. En cuanto Io se hubo alejado lo suficiente de los suyos, el dios extendió la niebla sobre la tierra y violó a la joven.

A todo esto Hera, extrañada de ese cambio de luz repentino que parecía haber vuelto en noche el día, sospechó una nueva infidelidad de su marido y disipó las nubes. Pero antes de que Hera se presentara ante Zeus ya había este convertido a Io en una ternera. Sin embargo, a Hera no se la engañaba tan fácilmente. Preguntó a su esposo a qué rebaño pertenecía tan singular ternera – pues era, ciertamente, hermosísima-, a lo que Zeus replicó que había aparecido ahí repentinamente. Hera, entonces, se la pidió como regalo. Zeus no sabía qué hacer: dársela suponía renunciar a Io; no hacerlo, confirmar las fundadas sospechas de Hera. Finalmente optó por entregársela, y la diosa, para evitar que su marido volviera a jugársela, encargó a Argos, el pastor de los cien ojos, que vigilara a la ternera. Argos aceptó la encomienda y, por más que algunos de sus ojos se cerraran vencidos por el sueño siempre había otros que vigilaban, atentos.

El sufrimiento de Io era intensísimo. De día se le dejaba pacer en libertad. De noche, se la encerraba en un establo y se la ataba ignominiosamente. Quería alargar, suplicante, los brazos a Argos, pero no tenía brazos. Quería quejarse, pero tan sólo podía mugir. Incluso un día en que pudo llegarse hasta la ribera de su padre el río Inaco, que lloraba desesperado su ausencia, constató con amargura que no era reconocida por éste. A duras penas pudo revelar su identidad escribiendo en la arena su nombre, con lo que no hizo sino acrecentar aún más el inmenso dolor de su padre. Súbitamente apareció Argos y se la llevó de nuevo lejos de aquellos parajes.

Zeus observaba todo aquello desde la distancia, y quién sabe si movido por la compasión hacia Io o por su renovado deseo hacia la joven, decidió acabar con aquella situación deshaciéndose de Argos. Recurrió, una vez más, a Hermes que, convertido en pastor y tocando la flauta, encandiló con sus cantos a Argos hasta lograr que cerrara todos su ojos. En ese momento le cortó la cabeza y sus cien ojos perdieron la luz para siempre. Hera, compungida, se aprestó a recogerlos y los puso en cada uno de los extremos de la cola de su pájaro, el pavo real, a modo de piedras preciosas.

Pero Hera estaba enfadidísima, y en vez de descargar la ira sobre Zeus lo hizo, una vez más, sobre Io. La aterrorizó más allá de lo imaginable. Finalmente, Io suplicó al padre de los dioses que calmara a su esposa. De este modo Zeus, abrazado al cuello de Hera, le suplicó que dejara ya tranquila a Io, prometiéndole que en lo sucesivo nada habría de temer de ella. Se lo juró por lo más sagrado. Hera, al fin ablandada, concedió que Io volviera a ser la muchacha que era, y así fue cómo pudo ir recobrando, poco a poco, su virginal belleza.


3. Conversar

El hijo de Io y el carro de Faetón. La amistad, no exenta de trifulcas, entre el hijo de Io, Épafo, y Faetón, desembocó en una discusión que había de costarle muy cara a Faetón. Faetón puso en duda que Épafo fuera hijo de Zeus, a lo que Épafo replicó que quizá Faetón no era hijo de quien decía ser su padre, el mismísimo dios del sol: Apolo. Enfadado, Faetón caminó hasta Oriente y se dirigió al palacio de Apolo para pedirle explícitamente que lo reconociera como hijo. “Pídeme lo que quieras –le dijo Apolo-, que yo te lo concederé. Lo juro por lo más sagrado: la laguna Estigia”. Faetón se apresuró a pedirle que le dejara conducir por un día el carro del sol a través del firmamento, y por más que Apolo quiso retractarse de su promesa o prevenir al menos a Faetón de los peligros que la empresa entrañaba, todo fue en vano. De este modo, cuando Faetón pretendió guiar el carro de su padre a través de la bóveda celeste no tardó en perder el control de los caballos y el sol se acercó tanto a la Tierra que empezó a abrasarlo todo. Zeus no vio otra salida a tanta destrucción que lanzar desde el Olimpo su mortífero rayo sobre Faetón a fin de que se detuviera el desastre. Apolo lloró inconsolable la muerte de su hijo, y amenazó incluso con dejar a la Tierra en unas tinieblas eternas. Finalmente, la intervención de Zeus y el hecho de que este le pidiera perdón por el daño infligido acabó por convencerlo de volver a tomar las riendas del sol, y gobernar así de nuevo el curso de los días y las noches, los meses y los años.

Argos y otros perros de tres cabezas

  • ¿Te suena esta frase? ¿A qué libro pertenece? "¿Cuántos perros con tres cabezas has visto? Entonces le dije que Fluffy era buenísimo si uno sabía calmarlo: tocando música se dormía enseguida..." Si, los mitos clásicos siguen dejando huella en películas y en novelas, en la música y en la publicidad. ¿Por qué será? ¿Se te ocurren más ejemplos?